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08 septiembre 2009

Guatemala, una trama de historia y color

Bienvenidos a un país mágico, con 108 mil kilómetros cuadrados, 23 pueblos, 23 culturas y 23 formas de vida". Así nos recibe un cartel en el aeropuerto de Guatemala. Y durante los siguientes seis días podremos dar fe de la magia que envuelve al país de ciudades coloniales, los volcanes, los lagos y los bosques, los coloridos mercados y las mágicas ruinas mayas que emergen de la selva.

Toda una sinfonía, perfecta y cambiante, para disfrutar desde un "tour del Café", una tarde junto a los artesanos, hasta el sincretismo religioso y cultural y las aventuras con que la naturaleza desafía en cada rincón, entre mil huellas del legado maya.

Nuestro primer destino es La Antigua, una postal de calles empedradas, arquitectura colonial, misticismo y color. A 45 kilómetros de la ciudad de Guatemala, el pasado y el presente se unen en esta región declarada en 1979 patrimonio cultural de la humanidad por la Unesco. Mientras que la Ciudad de Guatemala -centro económico y político del país- es sinónimo de modernidad y desarrollo, en La Antigua se conservan los rasgos del pasado colonial y se venera la diversidad cultural de estas tierras. Destruida más de una vez por terremotos e inundaciones, y abandonada en 1773 por orden real, los antigüeños se las arreglaron para volver a levantarla una y otra vez.

Se la llamó "La muy leal y muy noble ciudad de Santiago de los Caballeros" y hubo pocas órdenes religiosas que no le dejaran su marca. Salpicada de ruinas de conventos e iglesias y con las casas pintadas de colores pasteles logra un imán que impone descubrirla sin prisa.

El sabor del café

De paso por Antigua sería pecado no visitar la Merced, asombrarse ante esa fachada amarilla y ataurique, un estilo de decoración vegetal, muy estilizado, que se hace a base de cal, yeso, arena blanca, y leche, miel y clara de huevo.

La admiración se reitera en Santa Catalina y Santa Clara y también en la San Francisco, en donde se encuentra la tumba del Beato Hermano Pedro de Betancourt (muy reverenciado por los lugareños), y la Casa Santo Domingo, donde las ruinas del monasterio dieron lugar a un distinguido hotel con seis museos internos.

Antigua se urbanizó siguiendo el modelo cuadriculado, en torno de una gran Plaza Mayor, que funciona como un eje y donde se ubican la Catedral, el Palacio Arzobispal y el Portal de las Panaderías. La caminata por la plaza obliga a elegir un lugar y sentarse a degustar un café guatemalteco, un producto de exportación que figura entre los mejores del mundo. A diferencia de muchas ciudades de Guatemala, en La Antigua hay bares para todos los gustos donde por 1,2 dólar se puede disfrutar de una excelente taza de café.

Elegimos el jardín verde del Café Condesa, que funciona en una casa del año 1549. Aquí transcurrió una historia de amor prohibida, de esas que mezclan personajes de la realeza con mayordomos. "Uno de esos clásicos culebrones, pero sin televisión ni galancitos", dice con humor nuestra guía. Cuentan que la historia fue grave: el agua llegó al río y hubo un asesinato. Mucho después, la casa fue exorcizada.

En esta zona la experiencia de los tours de café son un clásico. A tres kilómetros de la ciudad, el centro cultural La Azotea cuenta con un museo que ilustra la historia del grano. Además, allí está la casa K'ojom, que posee una colección de instrumentos de música tradicional maya y el Museo de Textiles que exhibe los trajes de las poblaciones de los pueblos aledaños.

A orillas del Atitlán

Ahora nos espera Panajachel, -a 80 km de Antigua- cabecera turística de las 14 aldeas mayas que se levantan a orillas del lago Atitlán. En esta región la vida transcurre entre los ritos, las tradiciones y las enseñanzas de los ancestros mayas. Al llegar a Sololá, un pueblo del siglo XVI a 2.000 metros sobre el nivel del mar, nos detenemos para asomarnos desde los balcones naturales y contemplar el cristalino lago Atitlán y los volcanes Tolimán, Atitlán y San Pedro. La perfección del panorama parece aminorar la sensación de vértigo que domina esas alturas.

Desde el muelle de Panajachel las embarcaciones, cargadas de canastos y pasajeros, navegan hacia las aldeas indígenas donde aún se conserva el idioma y las costumbres. El tiempo, por allí, no parece haber avanzado.

Nuestro primer destino es San Juan de la Laguna. Pueblo de gente amable y tranquila donde se concentran los pintores del arte naïf. Felipe Ujpan nos muestra su arte y el de sus vecinos. Son obras de colores conmovedores. En cada pintura se refleja la forma de vida de los distintos poblados. La mayoría son agricultores y artesanos, oficios naturalmente emparentados con la tierra.

De dioses y hombrecitos

Nuestro paseo en lancha sigue hacia Santiago Atitlán, principal poblado tzu'tujil y centro religioso del lago. Al llegar, un chico de 10 años nos acerca una invitación que de antemano estaba aceptada: conocer la imagen de Maximón, mezcla de Dios maya y santo cristiano, que rota por los hogares de sus fieles. Con fama de adúltero y vividor, a Maximón se lo consulta por problemas de alcohol, dinero, alcoba y hasta para solicitar venganza.

Tomamos una moto-taxi -un "tuc-tuc"- hasta la casa en la que ahora alojan a Maximón. La imagen, se diría, es burda: Maximón es una suerte de maniquí al que sólo se le ve la cara; tiene sombrero de ala ancha, un cigarro en la boca, y está totalmente cubierto por pañuelos y corbatas multicolores.

Somos testigos del rito: arrodillado, un hombrecito murmura en tzu'tujil sus ruegos. Acaricia incesantemente un rosario. Dos culturas superpuestas. El pasado maya y el aporte cristiano (introducido en el siglo XVI por los españoles) fundidos en la oración del hombre. Hay otros rituales, nos cuentan. Por ejemplo, prenderle el cigarro, velas, ofrecerle bebidas alcohólicas y colocarle unos cuantos quetzales entre las ropas.

Es notable como esta región, a sólo 140 km. de la capital, logró esquivar las grandes cadenas hoteleras que suelen estar presentes en los mejores paisajes. Aquí las posadas y los hoteles no alteran el clima del lugar.

Luego visitamos el colorido mercado local -ya habrá tiempo para hablar de un mercado- y regresamos hacia Panajachel, donde ya se escuchan palabras en idiomas occidentales y los artesanos te pueden ofrecer una artesanía por one dólar. Panajachel destila un interesante sincretismo socioeconómico: puestos de artesanías en la calle, cibercafés, boliches, restaurantes internacionales y parrillas.

El pulso de las calles

Durante los 37 km. que separan a Panajachel de Chichicastenango la ruta viborea al pie de los volcanes. Después, esquiva parcelas de cultivos tradicionales y atraviesa plantaciones donde los lugareños cargan leña sobre sus espaldas y los niños caminan hacia sus casas tras la jornada escolar.

Si Antigua es la ciudad colonial por excelencia, Chichicastenango ("Chichi" como la llaman los guatemaltecos) es la población que te mostrará el alma maya. El mejor momento para visitarla es durante los días de mercado, los jueves y domingos. Llegamos el miércoles a la tarde y observamos "la previa", cuando los artesanos de aldeas vecinas se alojaban bajo el techo de su puesto.

Al día siguiente, lugareños, animales sueltos, turistas, todos se apretujan en este frenético mercado de artesanías, frutas, verduras, tejidos y máscaras que comienza en la escalinata de piedra de la Iglesia de Santo Tomás, donde se encontró el Popol Vuh, el texto que explica la creación del mundo según los mayas.

Para disfrutar y vivir el mercado hay que entregarse a los sentidos. Te gusten o no las artesanías, es pura emoción, una ceremonia inigualable. Caminando por los angostos pasillos una simple faja hace que te detengas. El bordado es para aplaudir de pie.

Aquí hay que aprender a regatear, porque nada se compra si antes no se juega un rato. Empiezo la subasta por una cartera bordada en 100 quetzales y me la llevo por 60. El mercado parece no terminar nunca. Los pasillos te llevan a los sectores donde se vende carne, fruta y verdura. Cambia el aroma, pero los colores siguen presentes en cada rincón.

Hacia la selva maya

Un vuelo de 40 minutos nos lleva a Flores, la capital del departamento Petén. De ahí, en ómnibus (62 km) al Parque Nacional Tikal, el corazón del mundo maya.

Durante mucho tiempo, Tikal permaneció perdida en la selva, sepultada bajo la vegetación. Descubierta en 1848, hoy se la considera uno de los centros arqueológicos más importantes del mundo, tanto como Teotihuacán o Chichén Itzá, en México.

La recorrida comienza a las 10 de la mañana en un sendero bien agreste. Sandra, la guía, habla del "chico zapote" (el árbol de cuya savia se elaboran chicles), de los monos aulladores, del iasché (la ceiba que los mayas veneraban como "árbol de la vida"), de las cigarras, los papagayos y las mil plantas medicinales que esconde esta Reserva de la Biosfera.

Una de las diferencias con otros centros arqueológicos es que Tikal es salvaje, sus pirámides se alzan como volcanes entre lianas, orquídeas y cedros. Y esto hace que una las descubra en medio de la distracción de la caminata o al final de un sendero. La primera construcción que nos sorprende es el Templo IV, el edificio prehispánico más alto del mundo maya (data del 745 dC. y mide unos 65 metros). Subimos por medio de una escalera de madera prolijamente construida. Desde allí disfrutamos de la vista panorámica de la selva, y de las estructuras que ya se vislumbran a lo lejos. Luego llegamos al templo V, que si bien mide sólo 58 metros de altura, su inclinación es tal que la sensación de vértigo convierte su subida en no apta para todo público. Pero la vista desde la cima es una compensación para el temblor de las piernas y las pulsaciones que aceleraron su ritmo habitual.

La próxima parada es en un enorme claro, rodeada de construcciones se abre imponente la Gran Plaza, el corazón de la antigua ciudad. En la Plaza Este, donde desembocan dos antiguas calzadas, puede verse la estructura del mercado y de uno de los juegos de pelota. Más allá, enfrentados, los templos I y II. Al norte está la Acrópolis, donde se enterraba a los gobernantes. A lo largo de la plaza se alinean estelas, monumentos de piedra y altares. Pero hay que continuar el circuito. Recorrer cada uno de los senderos que unen los distintos complejos que conforman esta ciudad y desembocar en otros sitios sagrados.

Llueve al finalizar el recorrido y nos sentamos a almorzar en el restaurante del Parque Nacional Tikal. En Guatemala la comida varía en cada región casi como sus artesanías. Aquí reinan las tortillas, los tamales. Todo sabe bien. Pedimos pepián, un caldo de gallina con güisquil -una verdura típica- y papas.

Llueve. El paisaje natural se torna brillante bajo el agua. Es curioso: cuesta imaginar ese paisaje desvinculado de la epopeya histórica que lo impregna. La selva irradia energía maya. Estamos en Tikal, una ciudad gloriosa de la que, dicen, nadie se olvida. Y no la olvidaremos.

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