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02 marzo 2010

Viajes: Ese gran desierto blanco del Altiplano boliviano

Diez mil kilómetros cuadrados en el altiplano boliviano, a más de 3.600 metros sobre el nivel del mar: Uyuni a la vista. Este desierto salino -el más grande del mundo- guarda en sus entrañas 71.000 millones de toneladas de sal y es, a los ojos del viajero, un infinito resplandor. Quien llegue a esta región, en el departamento de Potosí, puede creer con fe y crear con imaginación que frente a sus ojos hay un escenario prodigioso, una superficie blanca que enceguece cuando es tiempo de seca, que está cuarteada en curiosos hexágonos que forman una red de exacta geometría. Parece un cuadro inmenso del Op-Art (Optical Art), que genera una ilusión óptica y nos hace diminutos protagonistas de ese ilusionismo.

Al pisar el salar de Uyuni, acostarse con los brazos abiertos sobre la telaraña poligonal es un gesto imperioso. De belleza surrealista, la planicie desértica soporta temperaturas extremas. El sol -violento, impiadoso- sale después de ráfagas de viento helado; cuando cesan, la piel se quema y recalienta con los rayos potenciados por el reflejo salino.

Hay que experimentar la irrefrenable tentación de echarse al suelo y mirar el cielo. Es un momento glorioso en el que uno está consigo en cuerpo y alma. Quizá, sea para algunos el encuentro con el "uno mismo".

Géiseres, formaciones rocosas y pozos volcánicos remiten al visitante a la época de la formación de la Tierra.

Por eso todo se revive como en un cuento de ciencia ficción. Conducir sobre este lago de sal es una experiencia fascinante, sobre todo en invierno, cuando el azul intenso del cielo contrasta con la blancura fosforescente del salar. Pero es preciso conocer bien el terreno, por lo que resulta apropiado contratar un guía.

Es fácil perderse, salirse del camino seguro y encontrarse con los ojos de agua del salar, de hasta dos metros de profundidad, que conectan con ríos subterráneos y son de aguas surgentes. El peligro de pisar las capas más débiles de sal es análogo al de hundirse al quebrarse el hielo fino de cierta topografía polar.

Tierra y cielo

Orillando a Uyuni están también los respiraderos, donde se forman piletones de agua saladísima (diez veces más que la del mar). Quien se arrime demasiado corre el riesgo de empantanarse. Para los lugareños, seguir las huellas y conocer las entradas y salidas de este gigante blanco es fundamental. Cuando está nublado se produce el efecto white-out, donde la línea del horizonte se difumina hasta desaparecer y es imposible distinguir tierra y cielo.

El viento siempre sopla del noroeste, ya que la corriente del Pacífico -a la altura de Perú- pasa la cordillera andina y se encajona en el salar. Un buen dato para orientarse, pero no para fiarse.

Varias vías conducen a Uyuni. Se puede partir desde San Pedro de Atacama, en Chile; desde La Quiaca, en la Argentina, cruzando a Villazón y de allí en tren a Uyuni (ocho horas); en avión hasta Sucre y luego 300 kilómetros en bus o automóvil, o desde La Paz en micro a Oruro y luego tren El Expreso del Sur, que tarda siete horas. Esta última opción es interesante, ya que en Oruro, si es tiempo de carnaval, se puede hacer escala y participar de la fiesta de La Diablada y almorzar en el famoso restaurante Mongos, que sirve comida andina de la mejor y en porciones suculentas.

Un palacio muy particular

Uyuni es un pueblo pequeño pero muy activo gracias al "turismo de sal". Tiene distintos tipos de alojamiento, pero la verdadera aventura es pernoctar en algún hotel junto al salar. Por ejemplo, en el Hotel Palacio de Sal, en el pueblito de Colchani, a media hora de Uyuni. Fue construido por el arquitecto boliviano Juan Quezada y la Corporación de Agencias de Viaje de la Unión Europea lo ha incluido entre los 20 hoteles más exóticos del mundo. Paredes, piso, muebles y esculturas están hechas de sal. El suelo es de sal gruesa, de modo que los pies se hunden al caminar. Mesas y sillas del comedor están moldeadas en sal, vestidas con aguayos y almohadones de color. Cuenta con 30 habitaciones con baño privado y dos suites presidenciales. Las camas -estructuras de sal con respaldo- tienen sábanas de polar azul marino y frazadas térmicas eléctricas. El lobby se organiza en varios livings, algunos salones privados y una escalera cuyos escalones parecen inmensas pastillas de menta, pegadas unas sobre otras, en curva ascendente. La parte del spa ofrece piscina de salmuera, sauna seco, de vapor, jacuzzi, salas de masajes, sala de baños en lodo, camas de sal y relax de salmuera, entre otros servicios.

El menú es autóctono; sopa de quinoa, carne de llama y papas rústicas, o un pollo... ¡a la sal! No hay teléfono ni señal para celulares. Sólo silencio interrumpido por el crujido de algún muro salino o por el sonido del viento.

Después de un desayuno energético, se impone visitar Colchani o Puerto Seco y comprar algunos recuerdos y artesanías: gorros, medias, guantes o sacos de lana. Durante estos días vimos grupos de alemanes y holandeses, mayores de 70 años, viviendo en hostales sin luz eléctrica, compartiendo almuerzos frugales en mesas comunitarias y durmiendo en habitaciones modestas. "Queremos recuperar lo primitivo y disfrutar de la naturaleza sin tecnología", nos dijo uno de los alemanes, en un buen español.

Menos es más

Estaba con su mujer y otros matrimonios en un hotelito donde nos permitieron usar el baño. Al salir, lo vimos entrar a su cuarto de adobe, dispuesto a disfrutar de una larga siesta. Se despidió de sus compañeros -que seguían de sobremesa riendo con la pareja boliviana aymara dueña del lugar- y, levantando la mano en señal de advertencia, agregó: "Less is more (menos es más)", frase del arquitecto Mies van der Rohe, que, alemán como él, quería deshacerse de lo superfluo. La anécdota ilustra la búsqueda de lo simple como objetivo de viaje, en quienes, probablemente, viven en el primer mundo en casas automatizadas, donde todo funciona apretando un botón.

Siempre en una 4x4, fuimos al caserío de Coquesa, uno de los varios que hay al pie del volcán Tunupa, al borde del salar. El mayor atractivo es una cueva con cinco momias del año 700, que mantienen prácticamente intactos la piel, el pelo y las uñas. Están rodeadas de utensilios y sus descendientes les rinden culto dejándoles, periódicamente, hojas de coca.

Por la ladera del volcán

Al yacimiento arqueológico se accede a pie, trepando la ladera del volcán por un sendero bien marcado. Desde allí se divisa una panorámica del salar y, como si fueran puntos, varias de sus muchas islas.

La más visitada es la Isla del Pescado, que está a 74 kilómetros de Colchani, justo en el medio del salar. Su superficie de granito y tierra orgánica permitió el crecimiento de cactos de hasta 10 ó 12 metros. Son muchísimos y forman no sólo un ecosistema interesante, sino que da gusto contemplarlos con sus blancas flores.

Para conocer el gran salar de Uyuni, con la isla Incahuasi, sus lagunas Amarilla y Celeste; la Reserva Nacional Eduardo Avaroa y sus lagunas Colorada y Verde, los pozos geotérmicos y la fauna endémica donde destaca la soca cornuda (un ave en peligro de extinción), no hace falta mucho tiempo ni dinero.

Lo fundamental es tener un legítimo deseo por tener una experiencia de lo increíble y reportar buen estado físico. Un chequeo básico de salud antes del viaje, y la amplitud de criterio o flexibilidad como para ir resolviendo el viaje un poco in situ, y a la medida del propio asombro, son esenciales. Relájate y anda.

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