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11 mayo 2010

Viajes: La Cueva de las Manos, los grafitis de la estepa

Si hay algo parecido a la nada es la estepa. Una sucesión incansable de arbustos que crecen al ras del suelo, tan chatos que ni siquiera delatan la presencia del viento. Un viento que aquí sopla como en ninguna otra parte, y se convierte en una presencia fantasmal y aullante. Mientras uno recorre el tramo de la ruta 40 que une El Chaltén con Perito Moreno, en Santa Cruz, tiene la sensación de que "la nada" bien podría definirse como "el todo". No existe paisaje más absoluto que éste, hipnótico en su repetitiva aridez.

Sólo una ruta como ésta puede llevar a lugares que quedaron fuera del tiempo. Allí está la Cueva de las Manos, bautizada "La Capilla Sixtina del Arte Rupestre". Un poco más lejos, por un camino que se interna hacia el oeste, aparece la localidad de Lago Posadas -o Hipólito Yrigoyen, como fue rebautizada-, rodeada por los cerros de colores de la precordillera, los lagos Posadas y Pueyrredón teñidos de minerales y, al fin, las cumbres nevadas de las montañas.

Bajo Caracoles no sería Bajo Caracoles sin este viento", asegura Mario Zar, dueño de un hostel en esta localidad de la ruta 40, posta obligada para quienes vienen del glaciar Perito Moreno o desde El Chaltén, para visitar la Cueva de las Manos. Frente al hostel está el tradicional hotel Bajo Caracoles con pocas habitaciones, un surtidor de nafta, comedor, teléfono público -indispensable aquí, donde no llega la señal de celular- y un almacén de campo con un televisor que congrega a varios de los 40 habitantes del pueblo, para ver la novela de la noche.

Lleva más de ocho horas llegar de El Chaltén a Bajo Caracoles, entre manadas de guanacos, choiques, la fantasmal presencia del lago Cardiel y la monotonía de la estepa. Las obras de pavimentación de la ruta 40 avanzan a paso lento y cambian el paisaje de una temporada a otra. El asfalto aparece por tramos, como un oasis.

Bajo las estrellas

La noche en Bajo Caracoles es ruidosa y estrellada. El viento araña los techos con furia, como si la habitación navegara por un mar oscuro. Por la mañana, partimos hacia la Cueva de las Manos por un camino de ripio hacia un solitario monte que crece como un chichón de terciopelo en el medio de la estepa.

Hay que internarse en esa irregularidad del paisaje para llegar al espectacular cañadón que da marco a la Cueva de las Manos. Desde que el lugar fue designado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco se tomaron varias medidas. Por ejemplo, sólo se puede ingresar con guía y en grupos de no más de 20 personas. La limitación tiene sus razones: sobre una roca, a pocos metros de la entrada, alguien estampó su nombre con aerosol. La guía explica que, por la depredación, ya no se puede entrar al alero o Cueva de las Manos propiamente dicha. Una mujer se queja por ello; otra cuenta que estuvo aquí hace 40 años, cuando llegar era una travesía, y que la gente hacía fogones dentro de la cueva, sin tener conciencia de su valor histórico. "Otros tiempos", dice la guía y consuela: "Las principales pinturas están a la vista sobre la pared exterior; van a poder sacar buenas fotos".Caminamos algunos metros por el impresionante desfiladero de piedra que recorre el cañadón del río Pinturas, hasta que aparecen cientos de manos estampadas en las paredes. Los colores son tan vívidos que parecen haber sido pintadas hace días.

La guía tiene razón, aunque no hay lente que alcance para retratar las pinturas en el espectacular entorno en el que se encuentran. Pertenecen a tres períodos diferentes, con una antigüedad de entre mil y nueve mil años. Todas las manos están hechas con la misma técnica -los artistas sopleteaban los tintes con la boca- y muestran una mano de seis dedos, guanacas preñadas, un paisaje con un cazador que reproduce exactamente el lugar en el que estamos parados y misteriosas figuras geométricas que corresponden a manifestaciones más evolucionadas del arte.

Infinitos colores

La Patagonia es tierra de contradicciones y, tal vez, el color sea el más evidente. A la monocromía de la estepa se opone el verde de la vegetación que crece al fondo del cañadón del Río Pinturas, los infinitos tintes de las pinturas rupestres y, hacia el oeste, los colores minerales de la precordillera, y los azules y turquesas de los lagos.

Habrá que tomar la ruta 39 y viajar hasta Hipólito Yrigoyen para descubrir colores insospechados. Más allá del pueblo, un sendero -transitable para cualquier vehículo- se interna entre cerros teñidos de rosa, púrpura, verde y amarillo.

El camino se desdibuja en una salina y vuelve a aparecer al otro lado, para trepar cerros de colores pastel como en un paisaje encantado.

Poco después se ven los lagos Posadas y Pueyrredón, separados por un istmo que divide aguas y colores. De un lado, el turquesa; del otro, azul oscuro. Por la angosta franja aparece la lujosa estancia Lagos del Furioso, con vista a los dos lagos. El viento sopla con furia y levanta olas y espuma como en el mar. El camino finalmente se decide y bordea las aguas del lago Pueyrredón. Los picos nevados de la cordillera cortan el horizonte con una nueva cuota de color.

Por la noche, el viento curvará los álamos, que protegen nuestras cabañas solitarias al borde del lago, bajo un cielo tan infinito como la estepa. El viento y las estrellas recuerdan que en la Patagonia todo supera la dimensión de lo humano.

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