Una duna gigante y blanca parece interrumpir la ruta. Unos metros más adelante, la ilusión óptica se desvanece al alcanzar una curva cerrada hacia la derecha. De lejos, parecía el portal de entrada a un mundo fantástico. Como muchos de los sitios escondidos en la misteriosa Puna catamarqueña, no tiene nombre. Es un buen augurio: los indicios que deparan grandes aventuras suelen presentarse así, de repente y sin nombre.
Ese recodo de la mítica ruta nacional 40 abre las puertas al rincón más remoto del noroeste de Catamarca, entre salares, volcanes, desiertos e inesperadas lagunas.
El pueblo El Peñón, un puñado de casas de adobe rodeadas de álamos ralos, es el punto de partida de este impactante recorrido. Para llegar hay que transitar 490 kilómetros desde San Fernando del Valle de Catamarca, en los que el terreno trepa hasta los 4.000 metros de altura.
Los altísimos cardones de la Quebrada de la Sébila dan la bienvenida a la aridez, apenas matizada por débiles cursos de agua de vertiente, que se esfuman entre las rocas al tomar la ruta 60.
En un tramo que se interna naturalmente en el norte de La Rioja, el camino lleva a los olivares de Aimogasta hasta el empalme con la ruta 40. Rumbo a Hualfin, donde haremos noche, comienzan a dibujarse las primeras constelaciones en el cielo rosado.
Por rincones secretos
Todavía es de noche cuando partimos hacia El Peñón por un sinuoso camino de ripio. Son las 7.30 y sólo la calefacción de las camionetas 4x4 nos devuelve el alma al cuerpo. Nuestra actitud aletargada se desvanece con el entusiasmo del guía, Fabrizio Ghilardi, un economista italiano que decidió abandonar Milán tras unas vacaciones en la Puna. Sus exploraciones en la zona hicieron posible el acceso a sitios deslumbrantes, aún no invadidos por el turismo masivo.
Al final del tramo no asfaltado está la ruta 137-36. Así son las cosas por aquí: o no tienen nombre o tienen más de uno. La cuestión parece esconder algún misterio o la intención de que unos pocos descubran las maravillas que esperan más adelante.
Es una sola ruta pero depende de la dirección que se tome -al oeste o al norte- se convertirá en una u otra. Elegimos la 36, que asciende hacia el norte hasta los 3.400 metros. Es el inicio de la Puna, el reino de las vicuñas, que nos vigilan a distancia.
El suelo llano y los cerros rosados quedan atrás cuando una duna de arena blanquísima domina el paisaje en un recodo de la ruta 40. Sin nombre en los mapas, los lugareños la llaman Cuesta de Randolfo, acaso en homenaje al primer hombre que se topó con este tótem de arena que, de no ser por unas pisadas que ascienden hasta la cima, podría decirse que es el límite entre este mundo y otro deshabitado. Algo de eso debe haber, porque al costado de la ruta se suceden las apachecas, piedras apiladas, una ofrenda de los viajeros a la Pachamama en agradecimiento por haber dejado atrás un sitio para llegar a otro. Así que cumplimos con el rito y seguimos viaje.
El suelo comienza a cubrirse de burbujas de sal. Primero, unos copos entre el pasto ralo hasta formar una capa blanca uniforme. Es el ingreso a Laguna Blanca, una Reserva de Biósfera creada para proteger a los cisnes de cuello negro, que flotan a lo lejos.
También se ven cisnes rosados, patos y guares pero es imposible acercarse porque el suelo, muy húmedo y resbaloso, hace que nuestros pies se hundan como si se tratase de un pantano. Todo el valle está cubierto de colpa -salitre muy denso-, a la que los pueblos originarios de la región le atribuían valores sagrados y curativos. La consideraban beneficiosa para conciliar el sueño y para armonizar ambientes donde la energía estaba "estancada".
El almuerzo en El Peñón es una buena pausa para aclimatarnos a la altura. Con un té de rica-rica, una hierba local, mitigamos los primeros síntomas del "soroche" o mal de altura.
Ciudad de arena y piedra
Poco después emprendemos una expedición hacia uno de los sitios más deslumbrantes de la Puna catamarqueña. El camino asciende hasta los 3.600 metros por una huella de arena y sal abierta por el espíritu explorador de Fabrizio. Y aparece un inesperado Sahara en plena Puna: dunas blancas, gigantes, se recortan en diagonales tajantes contra el cielo azul.
Este universo blanco, que unos pocos descubrieron para practicar sandboard, es también un exótico mirador desde el que se divisa un paisaje sorprendente o, acaso, un espejismo: un mar de crema en el que flotan copos de merengue. Arena y piedras calcáreas conforman esta ciudad fantasmal -de 25 km por 10 km de extensión- que es el Campo de Piedra Pómez.
Los últimos rayos del sol proyectan las sombras de las deidades porosas, que se multiplican hasta el infinito. Sin decir palabra, nos echamos a correr entre los médanos en distintas direcciones.
Desafío en zig zag
La luz de la mañana va ganando brillo en un nuevo día que en una prometedora excursión nos lleva hacia Antofagasta de la Sierra.
La altura, junto a la escasez de agua, hace que los árboles brillen por su ausencia en esta zona de la puna catamarqueña. Sólo unos hilos de agua de vertiente crean pequeños oasis, como un espejismo, donde el pasto ralo atrae a mulas y llamas que dejan de pastar y parecen posar para las fotos. A poco de andar, los modestos pastizales son reemplazados por roca volcánica. El suelo se viste de negro, apenas matizado con racimos de rica-rica, que visten de copos redondos y dorados el horizonte, donde se recorta la silueta triangular del volcán Antofagasta.
Tras atravesar a pie el campo de lava, el viento y las laderas empinadas del gigante avisan que llegar a los 3.500 metros de altura será un verdadero desafío. El recorrido está delineado por cinco zig-zag, una huella trazada por otros hombres, a fuerza de voluntad, en un suelo muy resbaloso, ya que está compuesto únicamente de pilis (pequeñas rocas de lava solidificada).
Esos senderos, que desde abajo parecen las pinceladas de un artista, deben respetarse de modo fiel, con pausas necesarias para recobrar el aire.
Al alcanzar la cima, apenas queda aliento para gritar ¡Eureka!. Sin embargo, además de las nubes, el viento parece haber borrado de un soplo el cansancio y el mal de altura: en primer plano se ven las lagunas azules del volcán, y lejos, el Campo de Piedra Pómez.
Final del juego
Bordeando hacia la derecha la cumbre -el volcán tiene dos picos, separados por una lomada ondulada, que indica la división del cráter en dos partes-, la vista se extiende hasta el volcán Alumbrera.
El último alto de esta travesía nos lleva a un pueblo donde los carteles que señalizan las calles sólo tienen impresos signos de interrogación. Desconcertados, preguntamos por los nombres, impulsados por la necesidad racional de colocarle a todo un rótulo.
¿Qué importa dónde estamos?
Las deliciosas casitas de adobe, las voces amables, el viento y ese aroma de la leña quemada nos provocan una extraña atracción de las cosas que nos resultan incomprensibles, pero que recibimos sin preguntar, porque hemos aceptado su misterio.
Ese recodo de la mítica ruta nacional 40 abre las puertas al rincón más remoto del noroeste de Catamarca, entre salares, volcanes, desiertos e inesperadas lagunas.
El pueblo El Peñón, un puñado de casas de adobe rodeadas de álamos ralos, es el punto de partida de este impactante recorrido. Para llegar hay que transitar 490 kilómetros desde San Fernando del Valle de Catamarca, en los que el terreno trepa hasta los 4.000 metros de altura.
Los altísimos cardones de la Quebrada de la Sébila dan la bienvenida a la aridez, apenas matizada por débiles cursos de agua de vertiente, que se esfuman entre las rocas al tomar la ruta 60.
En un tramo que se interna naturalmente en el norte de La Rioja, el camino lleva a los olivares de Aimogasta hasta el empalme con la ruta 40. Rumbo a Hualfin, donde haremos noche, comienzan a dibujarse las primeras constelaciones en el cielo rosado.
Por rincones secretos
Todavía es de noche cuando partimos hacia El Peñón por un sinuoso camino de ripio. Son las 7.30 y sólo la calefacción de las camionetas 4x4 nos devuelve el alma al cuerpo. Nuestra actitud aletargada se desvanece con el entusiasmo del guía, Fabrizio Ghilardi, un economista italiano que decidió abandonar Milán tras unas vacaciones en la Puna. Sus exploraciones en la zona hicieron posible el acceso a sitios deslumbrantes, aún no invadidos por el turismo masivo.
Al final del tramo no asfaltado está la ruta 137-36. Así son las cosas por aquí: o no tienen nombre o tienen más de uno. La cuestión parece esconder algún misterio o la intención de que unos pocos descubran las maravillas que esperan más adelante.
Es una sola ruta pero depende de la dirección que se tome -al oeste o al norte- se convertirá en una u otra. Elegimos la 36, que asciende hacia el norte hasta los 3.400 metros. Es el inicio de la Puna, el reino de las vicuñas, que nos vigilan a distancia.
El suelo llano y los cerros rosados quedan atrás cuando una duna de arena blanquísima domina el paisaje en un recodo de la ruta 40. Sin nombre en los mapas, los lugareños la llaman Cuesta de Randolfo, acaso en homenaje al primer hombre que se topó con este tótem de arena que, de no ser por unas pisadas que ascienden hasta la cima, podría decirse que es el límite entre este mundo y otro deshabitado. Algo de eso debe haber, porque al costado de la ruta se suceden las apachecas, piedras apiladas, una ofrenda de los viajeros a la Pachamama en agradecimiento por haber dejado atrás un sitio para llegar a otro. Así que cumplimos con el rito y seguimos viaje.
El suelo comienza a cubrirse de burbujas de sal. Primero, unos copos entre el pasto ralo hasta formar una capa blanca uniforme. Es el ingreso a Laguna Blanca, una Reserva de Biósfera creada para proteger a los cisnes de cuello negro, que flotan a lo lejos.
También se ven cisnes rosados, patos y guares pero es imposible acercarse porque el suelo, muy húmedo y resbaloso, hace que nuestros pies se hundan como si se tratase de un pantano. Todo el valle está cubierto de colpa -salitre muy denso-, a la que los pueblos originarios de la región le atribuían valores sagrados y curativos. La consideraban beneficiosa para conciliar el sueño y para armonizar ambientes donde la energía estaba "estancada".
El almuerzo en El Peñón es una buena pausa para aclimatarnos a la altura. Con un té de rica-rica, una hierba local, mitigamos los primeros síntomas del "soroche" o mal de altura.
Ciudad de arena y piedra
Poco después emprendemos una expedición hacia uno de los sitios más deslumbrantes de la Puna catamarqueña. El camino asciende hasta los 3.600 metros por una huella de arena y sal abierta por el espíritu explorador de Fabrizio. Y aparece un inesperado Sahara en plena Puna: dunas blancas, gigantes, se recortan en diagonales tajantes contra el cielo azul.
Este universo blanco, que unos pocos descubrieron para practicar sandboard, es también un exótico mirador desde el que se divisa un paisaje sorprendente o, acaso, un espejismo: un mar de crema en el que flotan copos de merengue. Arena y piedras calcáreas conforman esta ciudad fantasmal -de 25 km por 10 km de extensión- que es el Campo de Piedra Pómez.
Los últimos rayos del sol proyectan las sombras de las deidades porosas, que se multiplican hasta el infinito. Sin decir palabra, nos echamos a correr entre los médanos en distintas direcciones.
Desafío en zig zag
La luz de la mañana va ganando brillo en un nuevo día que en una prometedora excursión nos lleva hacia Antofagasta de la Sierra.
La altura, junto a la escasez de agua, hace que los árboles brillen por su ausencia en esta zona de la puna catamarqueña. Sólo unos hilos de agua de vertiente crean pequeños oasis, como un espejismo, donde el pasto ralo atrae a mulas y llamas que dejan de pastar y parecen posar para las fotos. A poco de andar, los modestos pastizales son reemplazados por roca volcánica. El suelo se viste de negro, apenas matizado con racimos de rica-rica, que visten de copos redondos y dorados el horizonte, donde se recorta la silueta triangular del volcán Antofagasta.
Tras atravesar a pie el campo de lava, el viento y las laderas empinadas del gigante avisan que llegar a los 3.500 metros de altura será un verdadero desafío. El recorrido está delineado por cinco zig-zag, una huella trazada por otros hombres, a fuerza de voluntad, en un suelo muy resbaloso, ya que está compuesto únicamente de pilis (pequeñas rocas de lava solidificada).
Esos senderos, que desde abajo parecen las pinceladas de un artista, deben respetarse de modo fiel, con pausas necesarias para recobrar el aire.
Al alcanzar la cima, apenas queda aliento para gritar ¡Eureka!. Sin embargo, además de las nubes, el viento parece haber borrado de un soplo el cansancio y el mal de altura: en primer plano se ven las lagunas azules del volcán, y lejos, el Campo de Piedra Pómez.
Final del juego
Bordeando hacia la derecha la cumbre -el volcán tiene dos picos, separados por una lomada ondulada, que indica la división del cráter en dos partes-, la vista se extiende hasta el volcán Alumbrera.
El último alto de esta travesía nos lleva a un pueblo donde los carteles que señalizan las calles sólo tienen impresos signos de interrogación. Desconcertados, preguntamos por los nombres, impulsados por la necesidad racional de colocarle a todo un rótulo.
¿Qué importa dónde estamos?
Las deliciosas casitas de adobe, las voces amables, el viento y ese aroma de la leña quemada nos provocan una extraña atracción de las cosas que nos resultan incomprensibles, pero que recibimos sin preguntar, porque hemos aceptado su misterio.