Cae la tarde. Tras el monte, dispersos, van muriendo los colores del ocaso. En la penumbra se adivinan un par de pecaríes, corren algunos guazunchos. Y más allá, entre sombras, la fantasía me hace ver un yaguareté. Extinto hace ya tiempo en estas tierras de quebrachos, el animal me mira, me olfatea. Hasta que, al llegar fatalmente la noche, la utopía se desvanece.
En el Impenetrable, provincia de Chaco, conviven lo posible y lo imposible. Amparada por leyendas que la hicieron por largo tiempo inaccesible para la civilización, esta geografía se torna misteriosa, vedada como aquellas cosas que abruman por su desconocimiento. Entre árboles y tierras secas, entre arroyos y riachos, hay animales esquivos, historias perdidas de tobas y wichis, hombres de rostros curtidos y aldeas estaqueadas por el tiempo.
Asentado principalmente en la llanura occidental chaqueña, el Impenetrable es un enorme monte de más de 40 mil km2, que debe su nombre a su salvaje y cerrada vegetación. Salpicada por inmensas áreas en estado aún virgen, la región apenas tiene unos cuantos caminos que recorren sus rincones, un par de ellos asfaltados; el resto, carreteras de tierra consolidada o serpenteantes picadas en las que sólo transitan bicicletas o carros.
Uno de aquellos caminos asfaltados me permitió entrar al Impenetrable. A bordo de una 4x4 y junto a Luis, conocedor de la zona, salimos una mañana de Presidencia Roque Sáenz Peña, la segunda ciudad de Chaco. Rumbo al oeste, por la Ruta Nacional 16, llegamos a Pampa del Infierno. "A partir de aquí el paisaje lo hipnotiza a uno, porque ya no hay más que quebrachos y soledad", me dijo un anciano de sonrisa desdentada en la puerta de un almacén. Tenía razón: salir de Pampa del Infierno fue dejar atrás casi por completo todo rastro de civilización. El asfalto se fue haciendo cada vez más imperfecto hasta que, al llegar a Los Frentones, tomamos rumbo norte por un camino de tierra que serpenteaba entre campos de espesa vegetación.
A poco de andar, los quebrachos comenzaron a hacerse dueños de las postales, trastocando los contornos del horizonte. De tanto en tanto, alguna gallina montaraz se cruzaba frente al vehículo, despertando la quietud; a un lado y otro, un paraíso de sereno verde.
En estado puro
Comenzaba a consumirse la tarde cuando llegamos a la Reserva Tantanacuy, un encantador rincón de monte virgen ubicado en el corazón del monte chaqueño. Casi alejada del mundo, la reserva toma su nombre de una voz quechua que quiere decir "reunión de personas", algo que parece impensado en medio de esta soledad. "Es el reino de lo salvaje, de los tatúes, los osos mieleros, los zorros y las yararás", me explicó Luis, mientras llevaba las provisiones a una casa de colores vivos, donde dormiríamos esa noche. Preparada para recibir a turistas, ofrecía un par de habitaciones bien acondicionadas.
Una cena que comenzó con una tabla de quesos chaqueños y siguió con un estofado de cabrito fue la antesala para una caminata nocturna por senderos abiertos en la espesura a fuerza de machete. Bajo un cielo de estrellas, cobijados por una luna casi llena, nos dejamos perder en la huella del monte, como en un laberinto de hojas y troncos.
Río arriba, río abajo
Pasamos dos días en Tantanacuy, en medio de la más completa soledad, y el tercero volvimos a la camioneta para tomar nuevamente rumbo norte, primero hacia Juan José Castelli, siguiendo la larga senda arenosa de la ruta Juana Azurduy, y luego a Villa Río Bermejito. Ubicado en el cruce de los ríos Teuco y Bermejito, este pequeño poblado se transformó en los últimos años en uno de los sitios más visitados por el turismo que se aventura hasta aquí, en especial por la inagotable fauna que permite la proximidad del río. Yacarés, loros y monos están allí, al alcance de cualquiera, listos para ser fotografiados.
A la tarde, salimos a navegar por el río Bermejito. Desde el catamarán avistamos legiones de aves, y sobre las aguas, aquí y allá, flores de irupé flotaban a la deriva. Ya casi sin luz, amarramos en el mismo embarcadero del que habíamos partido horas atrás. Esa noche dormiríamos en Villa Río Bermejito y al día siguiente saldríamos hacia Fuerte Esperanza, histórica reserva natural dominada por formaciones boscosas en las que el palo santo y el guayacán se hacen omnipresentes. Y habría más monte, más verde, más misterios amparados por quebrachos. Como en cada leyenda de cada rincón del enorme Impenetrable chaqueño.
Por: Carlos Albertoni
En el Impenetrable, provincia de Chaco, conviven lo posible y lo imposible. Amparada por leyendas que la hicieron por largo tiempo inaccesible para la civilización, esta geografía se torna misteriosa, vedada como aquellas cosas que abruman por su desconocimiento. Entre árboles y tierras secas, entre arroyos y riachos, hay animales esquivos, historias perdidas de tobas y wichis, hombres de rostros curtidos y aldeas estaqueadas por el tiempo.
Asentado principalmente en la llanura occidental chaqueña, el Impenetrable es un enorme monte de más de 40 mil km2, que debe su nombre a su salvaje y cerrada vegetación. Salpicada por inmensas áreas en estado aún virgen, la región apenas tiene unos cuantos caminos que recorren sus rincones, un par de ellos asfaltados; el resto, carreteras de tierra consolidada o serpenteantes picadas en las que sólo transitan bicicletas o carros.
Uno de aquellos caminos asfaltados me permitió entrar al Impenetrable. A bordo de una 4x4 y junto a Luis, conocedor de la zona, salimos una mañana de Presidencia Roque Sáenz Peña, la segunda ciudad de Chaco. Rumbo al oeste, por la Ruta Nacional 16, llegamos a Pampa del Infierno. "A partir de aquí el paisaje lo hipnotiza a uno, porque ya no hay más que quebrachos y soledad", me dijo un anciano de sonrisa desdentada en la puerta de un almacén. Tenía razón: salir de Pampa del Infierno fue dejar atrás casi por completo todo rastro de civilización. El asfalto se fue haciendo cada vez más imperfecto hasta que, al llegar a Los Frentones, tomamos rumbo norte por un camino de tierra que serpenteaba entre campos de espesa vegetación.
A poco de andar, los quebrachos comenzaron a hacerse dueños de las postales, trastocando los contornos del horizonte. De tanto en tanto, alguna gallina montaraz se cruzaba frente al vehículo, despertando la quietud; a un lado y otro, un paraíso de sereno verde.
En estado puro
Comenzaba a consumirse la tarde cuando llegamos a la Reserva Tantanacuy, un encantador rincón de monte virgen ubicado en el corazón del monte chaqueño. Casi alejada del mundo, la reserva toma su nombre de una voz quechua que quiere decir "reunión de personas", algo que parece impensado en medio de esta soledad. "Es el reino de lo salvaje, de los tatúes, los osos mieleros, los zorros y las yararás", me explicó Luis, mientras llevaba las provisiones a una casa de colores vivos, donde dormiríamos esa noche. Preparada para recibir a turistas, ofrecía un par de habitaciones bien acondicionadas.
Una cena que comenzó con una tabla de quesos chaqueños y siguió con un estofado de cabrito fue la antesala para una caminata nocturna por senderos abiertos en la espesura a fuerza de machete. Bajo un cielo de estrellas, cobijados por una luna casi llena, nos dejamos perder en la huella del monte, como en un laberinto de hojas y troncos.
Río arriba, río abajo
Pasamos dos días en Tantanacuy, en medio de la más completa soledad, y el tercero volvimos a la camioneta para tomar nuevamente rumbo norte, primero hacia Juan José Castelli, siguiendo la larga senda arenosa de la ruta Juana Azurduy, y luego a Villa Río Bermejito. Ubicado en el cruce de los ríos Teuco y Bermejito, este pequeño poblado se transformó en los últimos años en uno de los sitios más visitados por el turismo que se aventura hasta aquí, en especial por la inagotable fauna que permite la proximidad del río. Yacarés, loros y monos están allí, al alcance de cualquiera, listos para ser fotografiados.
A la tarde, salimos a navegar por el río Bermejito. Desde el catamarán avistamos legiones de aves, y sobre las aguas, aquí y allá, flores de irupé flotaban a la deriva. Ya casi sin luz, amarramos en el mismo embarcadero del que habíamos partido horas atrás. Esa noche dormiríamos en Villa Río Bermejito y al día siguiente saldríamos hacia Fuerte Esperanza, histórica reserva natural dominada por formaciones boscosas en las que el palo santo y el guayacán se hacen omnipresentes. Y habría más monte, más verde, más misterios amparados por quebrachos. Como en cada leyenda de cada rincón del enorme Impenetrable chaqueño.
Por: Carlos Albertoni