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06 abril 2009

Argentina: A caballo, por las alturas de los Andes

A la noche, la nena sale de la carpa para estar con su yegua. La crin de Rubia y el pelo de la nena tienen el mismo color de la miel oscura. La nena la llevó a tomar agua y le dio pasto en la boca. Es una yegüita consentida y al principio tomó la iniciativa, pero poco a poco la nena, de la mano de la guía de la cabalgata, fue imponiendo su autoridad y al fin terminaron jugando como dos amigas que juegan seriamente.

La cabalgata que están haciendo recorre una zona de la Cordillera de los Andes. Los veinte jinetes, incluidos guías, explorarán un territorio al que se accede a caballo. Llegarán a 3.800 m y nunca bajarán de 2.500. Los organizadores, Pioneros Cabalgatas, la llaman "El Techo de América".

La tropa salió del valle de Uspallata para meterse directamente por los cerros asombrosamente gigantes de la Cordillera del Tigre. La cabalgata durará cinco días y cuatro noches. La marcha no es agitada. En la bienvenida los baqueanos dieron indicaciones: "No apuren a los caballos. Si las bajadas son empinadas, la rienda corta, el cuerpo para atrás".

Llevan varias horas por el desierto de Mendoza, entre arbustos, los gruesos cactos de espinas rojas y las piedras secas. La guía ha advertido que el primer día es para alejarse de la urbanización rumbo a los Andes, mientras humanos y caballos se conocen. El olor del caballo se les impregnará y algunos se sorprenderán de sentirlo tan íntimo. Estarán descubriendo que la relación entre los humanos y los caballos es anterior a cualquier memoria.

La tierra de la Cordillera está desolada por milenios de viento y aridez. Y sin embargo, está viva, no con la vida orgánica, sino con la vida que tienen los minerales. A lomo de caballo se ven los colores fluir por los cerros. Una ladera verde es roja en unos minutos, y luego negra. Un cañón profundo en un momento es un abismo y en otro es un rincón soleado y angelical. En este lugar, las luces, las sombras y los colores de los minerales han danzado sin parar desde el principio de los tiempos.

Cuando las sombras comienzan a alargarse los jinetes se apean y comienzan los preparativos para armar las carpas junto a un arroyo que corre por el valle angosto de Chacay. Se hace fuego, circula un mate en el silencio con el que se mastica el cansancio. Los caballos se dejan pastando en un manchón de pasto. El murmullo del arroyo retumba contra la ladera de una montaña lejana.

La misma vida

La gente se ha arrimado al fogón. Alguien está haciendo el asado. El contingente se ha formado al azar; la mayoría viene de mundos distintos, jamás se encontrarían en la ciudad, pero aquí viven la misma vida. Toman del mismo vino, comen la misma carne, escuchan el mismo silencio, los ilumina el mismo crepitar de las brasas.

La formación del grupo es una aventura más. Todo empieza a ser una aventura, cruzar el arroyo por una parte honda, el perro que los sigue, una tormenta intempestiva, el sombrero que se fue volando, el frío de la noche, la chica con fobia a los tábanos, el cóndor que ha aparecido en el cielo. La caravana marcha subiendo y bajando montañas por el Rincón de los Ranchillos. Los jinetes bajan por una ladera que parece no tener fin, van por un desfiladero, suben una falda empinada, llegan a una cumbre tan alta que desde allí pueden observar las rugosidades de la precordillera perderse hasta un horizonte que se confunde con el cielo. Mientras caminan ven cómo, lamiendo las montañas, se deslizan en silencio las sombras de las nubes. Todo es descomunal en los Andes. Un juez aficionado a la gesta de San Martín por esta zona se ha quedado en una elevación y observa al grupo bajar. Minúsculos en el paisaje infinito, los jinetes casi se le pierden de vista, son restos de pequeñas flores de colores. Piensa que sólo a caballo puede conocerse realmente este territorio.

La Cueva de la Bruja

Los jinetes dormirán una noche en la Cueva de la Bruja, en una cañada honda que enmarcan dos paredes que se enfrentan hasta más de 60 m. Están hechas de una roca de aspecto siniestro, negra, brillante y despojada de plantas. Cuando la oscuridad ha devorado todo, un estudiante de Letras está acostado sobre la montura que le ha quitado al caballo. Charla con una turista sueca, mientras de la cueva salen una luminosidad roja, risas y zambas que el resto canta junto al fuego. Los dos jóvenes observan hacia arriba la Via Láctea reventando de luz en la brecha que se abrió entre las murallas oscuras.

En territorio del Cordón de Bonilla la tropa ha dado con una llanura y se han largado a la carrera. Cabalgando llegan a una zona donde se levantan montañas de polvo de tiza de colores: verde, naranja, blanco, violeta, rosa, amarillo, marrón. Alguien lleva al caballo hasta una pared y toca, y efectivamente, tiene la consistencia del talco. Poco después los jinetes están frente al Cerro de los Siete Colores. A la hora del almuerzo el sol es despiadado. El grupo se refugia en la sombra de unas piedras. Están hechas de una aglomeración de caracoles marinos. "Tomá", le dice una joven consultora de marketing a la nena, "te regalo un mejillón de cien mil años". El juez sanmartiniano interviene: "Este es el mismo sol que iluminó al general Las Heras en 1817, cuando pasó por acá para encontrarse con San Martín en Chile". El mismo sol, las mismas montañas, las mismas nubes. La Argentina se hizo a caballo. Y se vuelve a hacer cada vez que unos entusiastas meten la izquierda en el estribo, revolean la derecha sobre el lomo y, arriba, con esa dicha salvaje en el corazón, se largan a cabalgar.

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