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27 mayo 2009

La Habana: una ciudad inolvidable

Visitar Cuba es asistir a un momento histórico. Siempre. Es una cualidad de Cuba. En estos días que abren todas las puertas a un nuevo tiempo, el turista es testigo de una restauración impactante. "Recuerda Cuba", nos dicen los carteles desde que ponemos un pie en tierra de Martí. Recuerda los hoteles fastuosos, aquellos automóviles espléndidos que rodaban en los 50, el ron duro, el humo de los habanos y las mulatas deslumbrantes. Recuerda aquella música casera y prodigiosa, los cubanos de amistad irresistible. Recuerda el mar como un brillante espejo de jade, las arenas finas, las palmeras soñolientas y el cielo intacto. No es un nuevo perfil, es algo que nunca dejó de ser Cuba.

Recuerda el formidable Hotel Nacional, cíclope arquitectónico del Caribe. Nos impresiona su tamaño cuando nos acercamos y en el lobby sentiremos la presencia de los potentados que vestían trajes perfectos y perdían fortunas en el casino. No nos asombraría que en el ascensor que nos lleva a nuestra habitación Nat King Cole les haga un chiste a los duques de Windsor. Frank Sinatra tomaría un mojito mirando el mar desde los inmensos sillones de reyes en unas galerías frescas junto a un jardín opulento y ahora estamos sentados allí, sintiendo el bienestar del mismo mojito.

Los jardines acaban en una avenida por la que marchan con parsimonia unos coches magníficos. A los habaneros siempre les gustó la buena vida. Usaban esos autos formidables, un Dodge King Way 57, un Cadillac Serie 62 modelo 55, pero con la Revolución se frenó la compra de modelos actualizados, de modo que aquellos se volvieron hierros viejos. Sin embargo, la nobleza que los preservó los ha convertido en clásicos. No habrá forma de que nos saquen de esta isla sin habernos trepado a una de esas joyas, destellos de un pasado que no ha de volver.

¿Nostalgia? En Cuba la nostalgia es un mal que se cura con fiesta. Nos escaparemos del tour y conoceremos a alguien que nos invitará al Café Habana, temático de aquella gloriosa posguerra. Justo en el momento en que estemos a punto de extrañar, sonará un estrépito de trompetas y tumbadoras que nos harán olvidar todo. Los deseos hay que dárselos en vida: saldremos y nos treparemos a un Ford Sunliner convertible del 54, rojo como una cereza intergaláctica, y corriendo por el Malecón sentiremos el aire fresco y dulzón del océano y reiremos y terminaremos en el Tropicana, donde el show estará haciendo reventar la noche. Allí acabaremos de recordar aquella Cuba a puro ron, habanos, la mejor música del mundo y las mujeres más consistentes que ha dado la raza.

Habana Vieja y remozada

El emblema de la Restauración es La Habana Vieja y el Malecón, en todo su recorrido frente al mar. La Habana Vieja es el centro histórico donde hace 500 años se erigieron la Catedral y su plaza, la plaza de Armas y los antiguos palacios, moriscos, barrocos. Resistieron cinco siglos las mansiones, los portales empedrados y los estrechos callejones adoquinados que conducen a las cinco plazas. Es un pequeño barrio que concentra 242 manzanas y unos 3.500 edificios habitados por 70.000 habaneros.

Igual que los autos, La Habana vieja y sus edificios, los más señoriales del Caribe, estuvieron a punto de caerse a pedazos pero hoy son remozados para gloria de la arquitectura y declaración de Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO mediante. Los trabajos comenzaron en 1994 y dicen que llevarán aún muchos años, pero ver en su segundo esplendor el edificio Emilio Bacardí, el Gómez Vila y la antigua Lonja del Comercio, amerita el viaje.

Nos vamos a caminar por la reflorecida Calle de los Mercaderes. Todo es incitante. A unas mujeres que crearon una cooperativa para vender lo que siempre hicieron les compramos un vestido al crochet por 25 dólares, entramos al Mercado de Oriente, a la Librería Boloña, al Café Columnata. Entramos a todas partes, ¡Cuba es nuestra! Dimitri Camejón, hijo de un mecánico que una vez tuvo una vida en Rusia, nos hace sentir en casa dándonos charla en su pequeña galería de arte. Nos podríamos quedar allí toda la vida, pero el mismo Dimitri nos lleva a un local de artesanías para que compremos un reluciente cangrejo de madera por tres dólares. Por la calle andan los niños con sus uniformes bordó y blanco de la escuela, riendo a carcajadas y sus maestras retándolos, y luego riendo ellas también, la gente que charla de balcón a balcón, los tres hombres que arreglan un auto, el ejército de mujeres y hombres vestidos con el overol de la Restauración. En cada cuadra se están refaccionando tres, cuatro antiguas mansiones y cada dos cuadras hay un taller donde se reúnen los trabajadores.

Sabemos que serán unos días muy especiales aquellos en que nos alojamos en un hotel de la Restauración en 2009. Son una veintena y en ellos la atención a los turistas tiene su mayor concentración. Salimos de la Calle de los Mercaderes y a media cuadra, por la Calle Teniente Rey entramos al Hostal Los Frailes. Los botones y las recepcionistas nos recibirán vestidos de monjes y una vez adentro, nos atrapará un patio mágico que contiene la luz que emanan las plantas, la frescura íntima de la humedad de los musgos de siempre, un perfume de helechos y jazmines y el aire que alegran las voces de los chicos. De esos edificios recuperados de la carcoma y los huracanes rebrota un pasado que es el de Cuba pero que también es el nuestro.

Nos hemos emocionado con "Por quién doblan las campanas", y andando por la Calle de los Mercaderes, allí está, en la esquina con la Calle del Obispo, el Hotel Ambos Mundos, el lugar donde fue escrita. Y está la habitación que siempre ocupó Hemingway, convertida en un pequeño museo. No nos privamos de ir a sus bares preferidos, la Bodeguita del Medio y La Floridita, donde dejaremos que el tiempo se nos escurra. Como en todas partes, allí también hay cubanos con quienes hablar, del Che, de lo malo de la Revolución, de Elián, de Raúl, del Bloqueo, de lo prodigioso de la Revolución, de Diego, de los milagros de la medicina cubana, de Fidel. Nunca se detiene la charla en La Habana Vieja.

Abandonados a la placidez de la tarde que huye en secreto, nos sumergimos en los libros de una feria que rodea una plaza. Abrazados como a un tesoro perdido de una primera edición de Los fundadores del alba, que ganó el premio Casa de las Américas en 1969, entramos al restaurante La Mina para comer un plato de ajiaco criollo al que era aficionado Julio Cortázar.

Entre las mesas al aire libre andan dos pavos reales y el espacio está embriagado de la música que toca la orquesta. Uno cae en la cuenta de que en cada bar, en cada restaurante, en los lobbies de los hoteles y en las plazas, hay orquestas tan buenas que, si la más humilde viniera a nuestra ciudad, daría un concierto en uno de los teatros principales y pagaríamos una suma importante para oírla en vivo.

La Habana es la primera entrada a la isla turística; la segunda es la forma más placentera del paraíso silvestre: las playas en que se unen la isla y el mar. En Varadero la Restauración del Caribe que comenzó cuando Cuba se restituyó para el gran turismo internacional, continúa construyendo hoteles e instalando servicios.

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