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07 mayo 2009

Bolivia Tan cerca del cielo

Puedo?, ¿cómo se hace?", le pregunta el estadounidense Kevin al guía que va al mando de la 4x4, antes de tomar unas hojas de coca de la bolsita de nailon, para dar sus primeros pasos en el coqueo, esta tradición tan ancestral como necesaria. Ancestral porque aquí, en Bolivia, todo el mundo lo hace desde siempre, con toda naturalidad. Y necesaria, ahora, porque ayuda a soportar la altura, que para cualquier visitante desprevenido puede ser un problema. A más de 3.600 metros sobre el nivel del mar, comprendemos por qué a la Bolivia andina algunos le dicen "el techo de América", y otros "el Tíbet sudamericano". En todo este recorrido nunca estaremos por debajo de los 2.700 metros -llegaremos a rozar los 5.000-, y nos sumergiremos en una cultura milenaria, con raíces que se nutren de quechuas y aimaras, las lenguas que todos hablan por aquí.

Pero volvamos a la 4x4, que comienza a internarse en el blanco eterno del salar de Uyuni, el más grande del mundo, con 10 mil millones de toneladas de sal repartidos en nada menos que 12 mil km2. A 3.650 metros más arriba que el mar, es uno de los paisajes más sorprendentes que la mente pueda imaginar: un inmenso, interminable desierto blanco y duro, que las lluvias inundan por sectores provocando espejismos mágicos, con reflejos que confunden suelo, cielo y nubes, aquí tan cercanas. Es también uno de los destinos más visitados de Bolivia, porque aquí todo sorprende; desde el pequeño poblado de Colchani, donde las familias de los trabajadores de la sal venden artesanías -llamitas, ceniceros, cajitas, todo hecho en sal- hasta los hoteles construidos íntegramente con ladrillos de sal y la Isla del Pescado, pedregosa y poblada de cactos, en medio del espejo blanco.

"Es genial, un experto en todo", dice Kevin sobre Vico -el guía, que maneja, cocina, cuenta historias, cambia cubiertas y, como mecánico, auxilia a otras camionetas que hacen el mismo recorrido-, cuando nos trae el almuerzo que acaba de preparar: bifes de llama acompañados de quínoa, verduras y frutas. El reflejo lastima los ojos, pero las fotos no pueden esperar. Luego será tiempo de volver a la camioneta para salir del salar por el otro lado -más de media hora de viaje recto, a buena velocidad- y pasar la noche en un refugio construido con ladrillos de sal -hay paredes, mesas y bancos de sal- en Chuvica, un puñado de casas de adobe a orillas del mar blanco. Luego de la cena, bajo un cielo tapizado de estrellas, con Damiana, Kevin y su novia Aren, el austríaco Lorenz y la chilena Fernanda, buscamos estrellas fugaces: 4 en pocos minutos. Y el frío nos lleva a la cama.

Son las 4 de la mañana cuando Vico golpea la puerta de la habitación del refugio a orillas de Laguna Colorada, en medio del más árido altiplano, de belleza cruda y flamencos andinos. Los seis integrantes de la excursión nos levantamos refunfuñando y salimos al frío de la mañana - aún noche. Se sienten en los huesos los varios grados bajo cero que escarchan pastos y parabrisas. Dos horas más tarde, cuando el sol empieza a asomar entre las montañas, lelga la recompensa: calzarse el traje de baño y correr -hace mucho frío- a la pileta natural con aguas termales que brotan a casi 40° C del volcán Sol de Mañana, a casi 5.000 metros sobre el nivel del mar.

El valle tapizado de casas

A unas 8 horas en tren desde Uyuni está Oruro, ciudad que supo vivir tiempos de gloria por la minería y que hoy es famosa por su multitudinario y alegre Carnaval. Quien no llega en épocas carnavalescas, sin embargo, puede revivir parte de ese espíritu en la calle de La Paz, donde se suceden los talleres en los que mascadores y bordadores confeccionan los coloridos y costosos trajes para Diabladas, Morenadas y demás.

Y de esta calle a La Paz, pero la ciudad, hay unas tres horas de bus y una bienvenida impactante: se atraviesa el populoso barrio de El Alto, que creció hasta transformarse en una ciudad en sí misma, que custodia La Paz desde los cerros que la rodean. Desde allí, la vista es impresionante: una gran olla que se hunde 400 metros hasta el fondo del valle, completamente tapizado de casas color ladrillo, que parecen trepar los cerros. Al fondo, el Illimani, de más de 6.400 metros; abajo, los altos rascacielos que rodean El Prado, la avenida principal de la ciudad, que la atraviesa de lado a lado: en el Norte, La Paz populosa, ruidosa, siempre movediza, con un tránsito caótico e ininterrumpido de minibuses y con interminables y coloridos mercados callejeros. En el Sur, la ciudad elegante, de altos edificios vidriados, camionetas 0 km y prolijos supermercados.

Conviene tomarse con tiempo La Paz; no sólo porque caminarla exige ir parando de tanto en tanto para recuperar el aliento -los 3.600 metros de altura se sienten-, sino porque al segundo o tercer día el viajero se va acostumbrando a los ruidos -bocinas constantes-, a los aromas -se cocina, y mucho, en las veredas-, a la aventura de cruzar calles con autos y buses que no paran ante nada ni nadie, y se permite disfrutar sin reservas de sus joyas: la calle Linares, con sus mercados de artesanías y brujerías, la colonial calle Jaén y sus museos, la iglesia de San Francisco y los puestos de flores, o la plaza Murillo, con el Palacio Quemado -casa de gobierno- y la Legislatura.

La isla de las escaleras

Pero a sólo tres horas de bus está Copacabana, a orillas del lago Titicaca. En el lago navegable más alto del mundo -a 3.800 metros sobre el nivel del mar-, tomamos la lancha a Isla del Sol, que supo ser centro ceremonial de los incas y hoy está habitada por comunidades indígenas que ofrecen alojamiento -hay varios hostales muy bien puestos-, restaurantes y bares. Las cholas tejen y venden sus artes a los lados de la Escalinata de Yumani -nombre de una de las comunidades de la isla-. Casi 200 escalones de piedra preincaicos, que trepan hasta la cima de la isla, desde donde el paisaje -y el esfuerzo- dejan sin aliento. En toda la isla se preservan las milenarias terrazas de cultivo que, aún hoy, se siguen utilizando.

En el hostal Palla Khasa nos reciben como eso, es decir, como en casa: té de coca para recuperar energías, una mesa al aire libre con vista hipnótica al lago azul, la Cordillera Real coronada por el Illampu -casi 6.400 metros- y las costas de Perú al otro lado.

Más tarde, una ducha caliente ayudará a combatir el intenso frío de la noche. Los senderos, que discurren entre cultivos y llamas que miran fijo, llevan a pequeñas y tranquilas playas y a sitios arqueológicos como la roca sagrada o de los orígenes, de la cual, dice la leyenda, salieron Manco Cápac y Mama Ocllo a fundar la ciudad de Cusco, centro del Imperio Inca. También están la Chinkana o laberinto y el palacio inca de Pilkokaina, único por sus características constructivas. De frente, como agazapada, nos vigila la Isla de la Luna.

El esplendor colonial

Ahora el bus se toma su tiempo: 13 horas de curvas y contracurvas, de subidas y bajadas, para llevarnos de La Paz hasta la ciudad más blanca, limpia y elegante de esta parte de Bolivia: Sucre, la capital constitucional del país, la que aloja al Poder Judicial, la que fue fundada en 1538 como Ciudad de la Plata de la Nueva Toledo y se llamó luego Charcas y Chuquisaca. Declarada Patrimonio de la Humanidad en 1991, es una de las ciudades de arquitectura hispánica mejor conservada en toda América: calles limpias y empedradas, fuentes de granito, antiguas iglesias, una catedral señorial y casas con tejas y paredes muy blancas, que se pintan todos los años. Y especialmente ahora, cuando se prepara para celebrar, en 2010, el bicentenario del primer levantamiento independentista de América. Cerca de la plaza hay varios bares y restaurantes en los que se puede probar un buen pique macho, un plato típico que reúne carne de vaca, pollo y cerdo, salchichas, papas fritas y cebollas rehogadas. Si lo pide picante, aténgase a las consecuencias.

Cuatro horas de un bus que no para de subir y subir van de Sucre a Potosí, a casi 4.100 metros sobre el nivel del mar, una de las ciudades más altas del mundo. Hay que caminarla mucho para disfrutar ese esplendor colonial un tanto marchito pero digno, y recuperar el aliento en algún banco de la Plaza 10 de Noviembre -antigua Plaza del Regocijo-. Todo debe haber lucido muy parecido aquí hace cuatro siglos, cuando Potosí era una de las ciudades más grandes y ricas del mundo -llegó a tener 160.000 habitantes en el siglo XVII, más que París y Londres-, gracias a la plata que se extraía del Cerro Rico, con las minas más famosas de América.

Se dice que con tanto mineral extraído del cerro se pudo haber construido un puente de plata entre Potosí y España. Sí es seguro que esa riqueza permitió dotar a la ciudad de magníficas construcciones coloniales, como las 80 iglesias y monasterios que aún se yerguen en cada cuadra, y la monumental Casa de la Moneda, uno de los edificios coloniales más importantes de América. Tras más de 450 años de explotación, el Cerro Rico sigue dando riquezas, ahora a cooperativas en las que trabajan unas 7.000 personas, en más de 400 bocaminas.

Por esa historia viva que aún no se detiene, la excursión a las minas es en Potosí casi una obligación. Adentrarse en las venas todavía abiertas de América Latina y brindar con los mineros, el Tío -el Diablo, a quien se venera en las minas- y la Pachamama, es una de las experiencias más impactantes que se pueden vivir en esta bellísima Bolivia indígena, en las alturas de los Andes.

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