
Con el objetivo cumplido, las miradas al regreso pusieron más atención a todo aquello que nos rodeaba, como esa piel mudada de una serpiente, al esqueleto de un mono que yacía sobre el tronco de un árbol, o esa amenazante colmena repleta de abejas. Por el pasto llegamos a una nueva laguna rodeada de azules flores que reposaban sobre el agua. Las sorpresas del día no habían concluido.

Esperanzada, pero con recelo de que así fuera, me tiré a al agua. Ese color chocolate del río impedía ver cuál era la ubicación de los delfines, tan sólo sus resoplidos’ alertaban de que estaban muy cerca. Pero pronto se volvían a sumergir y les volvías a perder de vista. Un juego sin fin que duró algo más de una hora. No te tocan, al menos que sientan que eres su amigo’, en ese caso te mordisquean los dedos de los pies. Es cuestión de confianza. La misma que tienes que tener de que los caimanes que te observan desde la orilla no se van a arrojar hacia donde tú estás.
Concluida esta experiencia, el sol iba cayendo. Rojo potente se escondió entre la maleza, iluminando de una forma muy especial el horizonte. Ya por la noche surgió el espectáculo: la vida nocturna de los caimanes estaba a tan sólo dos palmos de nosotros. Iluminar con linternas los cañaverales y las orillas de los ríos fue descubrir esos ojos rojos, amenazantes, ensangrentados, como si de bombillas se tratara. Una exhibición que enmudece las palabras.
Por Mar Peláez