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17 febrero 2009

Brasil los otros nombres del paraíso

Amable. Una ciudad y un estado muy amables. Ese es el primer calificativo que viene a la mente de quien se aventura en este destino brasileño poco conocido y menos promocionado, empeñado ahora en captar los favores del turismo internacional. Hasta hace poco, Vitória, la capital del Estado de Espíritu Santo, a 525 kilómetros de Río de Janeiro y de Belo Horizonte, era la ciudad costera elegida por el turismo minero -entiéndase: los habitantes del estado de Minas Geráis.

A ellos pertenece la mayoría de los modernos edificios que siguen la línea de la costa y le dan a la ciudad fundada a mediados del siglo XVI ese perfil pujante y desarrollado, quizá lo único que le faltaba a esta geografía bendecida por las bellezas naturales, que fue relegada durante décadas. El descubrimiento, hace poco más de quince años, de yacimientos petrolíferos, sumado al boom de la construcción con granito y mármol provistos por las canteras aledañas y los esfuerzos gubernamentales por poner a la región al mismo nivel de sus estados vecinos, le dio el empujón que necesitaba.

La modernización está a la vista: junto a las anchas veredas de dibujos ondulantes, se extienden a lo largo de kilómetros de playas, canchas de fútbol, básquet y vóley, auditorios para shows, rampas para skaters, pistas de patín y juegos para niños entre los que se intercalan flamantes barcitos.

Todo luce limpio, nuevo, seguro. El uso público es una prioridad y el buen trato, un imperativo. No por nada la ciudad alcanzó el tercer puesto dentro de las que tienen mejor calidad de vida en Brasil.

La ciudad de los puentes

Primero se lo llamó el puente del gato, porque no quería adentrarse en el agua; después el puente del pato, porque no quería salir del agua; por último, el puente de la tortuga, porque nunca llegaba. Los capixabas (así se los denomina a los nativos de la zona, un nombre indígena de origen tupí que significa pequeña plantación de arroz) recuerdan con picardía la demorada construcción del puente Darçy Castello que es el emblema de la ciudad. Vitória es la mayor de las 34 islas que componen el archipiélago donde se desparraman un conjunto de municipios. Frente a ella, a sólo 5 km, se levanta Vila Velha, la ciudad más antigua del estado. De uno y otro lado, así como también desde la Ilha de Boi, las vistas panorámicas causan admiración, sobre todo de noche, cuando las luces titilan y la brisa suave del mar aplaca el fragor del día. Pero ninguna supera a la que se obtiene desde el Convento da Penha, construido hace cuatro siglos sobre un promontorio al que se accede tras una empinada caminata a través de la vegetación tropical, refugio seguro para decenas de macaquinhos (monitos tití de cabeza blanca) acostumbrados a la peregrinación de turistas y devotos.

Entre arenas y marlines

Más abiertas que las de Vitória, las playas de Vila Velha son las preferidas, en especial, Praia da Costa, que además cuenta con los infaltables barcitos donde es imposible resistirse a los platos de camarones y cangrejos fritos, tan comunes en la zona. Aquí también se concentran los negocios más sofisticados y la movida nocturna que, a diferencia de los balnearios argentinos, empieza y termina más temprano. Antes de la medianoche los bares y las discos están repletos y la seguridad no parece ser un problema: por lo menos en esta parte de la ciudad, nadie teme caminar de noche.

Si se trata de conocer playas menos urbanas, la brújula apunta hacia el sudoeste. Guaraparí queda a 50 km de Vitória y es famosa por las propiedades medicinales de sus arenas monacíticas. Frecuentada con fines terapéuticos, hoy es lugar de relax y placer también por otros motivos: las aguas claras invitan al buceo y el avistaje de variadas especies submarinas. Réplicas de un ejemplar de marlín azul (636 kilos), capturado hace unos años, se repiten como un ícono en las veredas costeras.

Los paseos en barco hasta los manglares y la práctica de deportes náuticos son otros tantos atractivos. Una mención aparte merece la gastronomía: el circuito que arranca en Vitória y termina en Anchieta, un poco más al sur de Guaraparí, es conocido como la "Ruta del sol y de la moqueca" (ver recuadro), un plato bahiano típico que, en esta región, como resultado de la importante inmigración italiana de fines del siglo XIX, moderó su sabor reemplazando los fuertes condimentos nordestinos por otros más mediterráneos. Los numerosos restaurantes y bares de la costa se especializan en este plato y en otros en los que el pescado y los camarones son protagonistas.

La montaña mágica

Los inmigrantes -italianos, austríacos, alemanes y suizos- llegados al puerto de Tubarao, en Vitória, pronto buscaron un lugar donde aclimatarse. Así subieron la montaña (a dos horas de viaje por una carretera serpenteante y de vegetación frondosa) y se establecieron en el municipio de Domingos Martins, que hoy luce más parecido a una comarca alpina que una región de Brasil, no sólo por su apariencia de cuento sino también porque las temperaturas promedio son notoriamente más bajas. Allí se asentaron haciendo lo que sabían: sacar provecho de lo mejor que la tierra tenía para ofrecerles. Y vaya que lo tenía. Hoy la región muestra orgullosa la exquisita elaboración de sus productos, pero también la organización de un importante circuito de agroturismo alrededor de la insólita Pedra Azul (una masa granítica pelada a 1.900 metros de altura que cambia de color según la posición del sol), en el parque del mismo nombre.

El municipio de Venda Nova do Inmigrante es una buena muestra de esta actividad que hace del esfuerzo rural una ocasión para el disfrute de los visitantes. Allí se pueden recorrer establecimientos dedicados a la elaboración de embutidos, dulces, conservas, licores y quesos -todo casero-, visitar plantaciones de café y de frutillas, y también realizar cabalgatas en esforzados caballos noruegos de la raza Fjord, especialmente dotados para los caminos de montaña; almorzar en los comedores de las fazendas, junto a enormes cocinas a leña; hacer trekking, probar suerte en los lagos de pesca abundante y visitar el deslumbrante orquideario de Marechal Floriano. Gozar en un mismo destino de la playa y la montaña con un desplazamiento insignificante es la respuesta ideal para quienes hacen de la alternativa una cuestión de vida o muerte. Si se puede hacer todo, ¿para qué elegir?

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