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17 abril 2013

Visitando el barrio más hippie de San Francisco

Haight-Ashbury es el barrio hippie por antonomasia de San Francisco, ya de por sí una ciudad bastante hippie y alternativa.

Aquí, en 1966, además de gente tomando LSD sin reloj en la muñeca, uno se podía topar con un festival llamado Death of Money and Rebirth of the Haigh Parade (La muerte del dinero y el renacimiento del defile de Haight). Poco después se produjo el Summer of Love. Buen rollo, flores, drogas, amor libre, cantos tibetanos y ceremonias de bienvenida al solsticio de verano. Pero ya no es así, ni de lejos.

Mi impresión, al pasear por estas calles, es que estaba en un barrio de estética hippie, sí, pero de aires en realidad capitalistas, modernos, peripuestos. Es decir, un simple decorado. Un fue y ya no es.

En efecto, en Haight-Ashbury hay hippies pululando por doquier, pero muchos de ellos se nota a la legua que son ciudadanos pudientes, incluso mucho más pudientes de lo que yo voy a ser jamás. También hay infinidad de tiendas de ropa y cachivaches hippies (como una dedicada en exclusiva a la marihuana), pero todas desprenden un tufo a tienda para engatusar a turistas que tira para atrás. Además, los precios son tan elevados que incluso escandalizarían a una familia burguesa media.

No en vano, aquí también se celebró en 1967 el festival Death of Hippie Ceremony and Birth of the Free Man (Muerte de la ceremonia hippie y nacimiento del hombre libre). A finales de 1970, el barrio ya se había degradado (de aquí era Charles Manson, que en 1960 asesinó brutalmente a Sharon Tate, la esposa del cineasta Roman Polanski).

Es decir, que aquí huele a sándalo y pachuli, pero se vende a precio de oro. Como se venden camisetas carísimas con propaganda antisistema, incluso con consignas contra el capitalismo, lo cual no deja de ser una infantil paradoja. Sin embargo, no importa la contradicción cuando todo es tan denodadamente cool.

Los hippies se habían vuelto yuppies; o como decía Kurt Cobain refiriéndose al vocalista y guitarrista del mítico grupo folk estadounidense The Grateful Dead, Jerry Garcia: “Yo sólo me pondría una camiseta teñida si estuviera hecha con sangre de Jerry Garcia.”

Pero, exceptuando a Garcia, hay otro personaje de la época que merece que le prestemos un poco más de atención: Ken Kesey, el autor de la novela Alguien voló sobre el nido del cuco (1962), que Milos Forman adaptó cinematográficamente en 1975, con Jack Nicholson, más desbrozado que nunca, como protagonista. Kesey había estudiado en la Universidad de Stanford, trabajando como auxiliar del servicio psiquiátrico de un hospital en el que se llevaban a cabo investigaciones con mescalina, psilocibina y LSD.

Kesey se prestó voluntario a todos los experimentos, descubriendo las bondades de las drogas a fin de abrir las puertas de la percepción. No en vano, en 1964, junto a un grupo de amigos llamados Merry Pranksters (Alegres Bromistas), optó por hacer apostolado de esta convicción: compraron un destartalado autobús escolar, lo pintaron con mandalas y colores psicodélicos, lo bautizaron como Furher (Más allá) y recorrieron el país de costa a costa regalando jarras de zumo de naranja mezclado con LSD. El chófer era nada menos que Neil Cassady, amigo de Jack Kerouac y el inolvidable Dean Moriarty de El Camino. Podéis leer más acerca de estos autores en mi otra entrada de California dedicada a la Beat Generation: Generación Beat, escritores malditos, cirrosis y mala vida.

Pero todo ya es agua pasada en Haigh-Ashbury. Hasta el punto de que no de mis sabores favoritos de los helados Ben&Jerry es el Cherry Garcia, juego de palabras entre Jerry y Cherry (cereza), el líder de los Grateful Dead. Y a pesar de que me hace ver las estrellas, no, no lleva unos microgramos de LSD.

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