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28 julio 2008
Argentina: Puerto Deseado el esplendor de la naturaleza
Desde que el hombre comenzó a aventurarse en los mares australes, Puerto Deseado, a 740 kilómetros de Río Gallegos, en el nordeste de la provincia de Santa Cruz, cautiva a los viajeros que desafían distancias. El propio Charles Darwin, en 1833, escribió en su diario de viaje: "Estábamos rodeados por inmensas rocas y elevados cantiles. No creo haber visto en mi vida lugar más aislado del resto del mundo que esta grieta rocosa en medio de tan dilatada llanura". Hoy, casi igual que hace 174 años, y gracias a su inserción en las guías turísticas internacionales, viajeros de distintas partes del mundo sortean latitudes para alcanzar este pequeño poblado a la vera del Océano Atlántico.
Es que Puerto Deseado despunta en la planicie patagónica con un singular paisaje rocoso y sus gigantescos acantilados que sobrevuelan, entre otras especies, gaviotas, petreles, cormoranes, skúas y ostreros. Pero las mayores singularidades del lugar están dadas por la ría Deseado —la única de Sudamérica— y los particulares pingüinos de penacho amarillo que viven en una desolada isla en medio del mar.
la ciudad
Luego de una larga recta de casi 100 kilómetros de ruta, llaman la atención las curvas y contracurvas que anuncian la llegada a Puerto Deseado. Como sucede en tantas otras ciudades de la Patagonia costera, el paisaje urbano deseadense combina imágenes de esforzado trabajo y de la naturaleza más pura. Así, conviven en armonía el horizonte infinito, las hileras de barcos con una pila de containers, el más azul de los mares y los tanques petroleros. Pero siempre reina el silencio, sin que la febril actividad del puerto ni los turistas sean capaces de cuestionar su autoridad.
Los lobos marinos que retozan en las rocas del puerto anuncian una de las excursiones más interesantes que ofrece Puerto Deseado. Los trabajadores del puerto los llaman por sus nombres, y ellos toman sol a un costado del embarcadero en el que nos espera una lancha.
Al alejarnos del muelle, vislumbramos una caprichosa lengua de agua azul que se interna en el continente —42 kilómetros, nos informan— a través de una amplia red de cañadones y acantilados.
El guía nos explica que no es un río sino una ría, un cauce que alguna vez tuvo agua dulce pero luego fue invadido por el mar. A sus flancos, murallones de más de 30 metros de altura imponen respeto; observamos ese singular paisaje en silencio.
En el camino, aprendemos que la historia de este sobrecogedor escenario se inició hace nada menos que 160 millones de años, en pleno período jurásico. Cuando los dinosaurios todavía eran los señores de la Tierra, la comarca se estremeció al ritmo de brutales erupciones volcánicas. La lava y las cenizas modelaron los cañadones y acantilados que se abren como grietas en la estepa patagónica, dibujando escarpadas costas e islotes solitarios.
Tras unos pocos minutos por el canal, entre las piedras que parecen nevadas por el blanco del guano, se asoman los cormoranes, que luego se animan al vuelo y pueblan el cielo, para regocijo de turistas y cámaras. Al concierto de aves se suman las gaviotas, los petreles, los ostreros y alguna que otra paloma antártica. A lo lejos, donde apenas llega la mirada, cisnes y flamencos se refrescan en un charco.
Desembarcamos en una isla de playas pedregosas, donde el guía prepara mate —el primero de sus vidas para varios extranjeros— y se entusiasma con los relatos. "¿Alguna vez vieron estos animales tan de cerca?", pregunta, mientras centenares de pingüinos de Magallanes parecen querer participar de la ronda de mate.
Entonces, habla de la fragilidad de estas aves, que solamente son capaces de poner dos huevos por nidada, uno de los cuales indefectiblemente no sobrevivirá. "Son estrategias de la naturaleza; otras aves tienen muchas crías, pero son más débiles. En cambio, los pingüinos prefieren la calidad a la cantidad", dice, atravesado por el espíritu de un Darwin que, probablemente, se haya sentado en estas mismas rocas.
Cuando la lancha reanuda su marcha, el paisaje se torna diferente: el canal recto que formó un puerto natural se transforma en un curso serpenteante en medio de una postal que parece tomada en la luna.
De repente, la embarcación comienza a desplazarse con una simpática custodia: las toninas overas, con sus lomos grises y blancos, se acercan, primero tímidas, luego juguetonas, dejando blancas estelas en el agua.
Las cámaras disparan una y otra vez buscando retratar ese efímero momento en el cual, por proa, surge el lomo de la tonina en un pequeño salto antes de sumergirse con un chapuzón que deja a todos mojados pero sonrientes.
Aventura en el mar
El despliegue de la naturaleza de la ría es apenas una especie de introducción. En las aguas del Atlántico, a 11 millas náuticas —casi 20 kilómetros— de la ciudad, la Isla Pingüino brinda otro plato fuerte.
Para llegar a ella hace falta una buena dosis de conocimiento y espíritu de aventura, algo que abunda en los operadores turísticos locales. Lo logramos tras una hora de navegación al amanecer, con un viento frío que ayuda a despertar a los más remolones.
Si los cálculos fueron correctos, la marea estará lo suficientemente alta como para que el desembarco sobre una roca sea una maniobra sencilla, aunque no del todo desprovista de adrenalina.
Luego de saltar de piedra en piedra, descansamos en una pequeña planicie y nos concentramos en el paisaje: sobre una loma, un viejo faro rompe las líneas horizontales del entorno, y dota al sitio de una atmósfera de cuento. Como oficiando de anfitriones y marcando el camino, una hilera de pingüinos sube la colina que conduce a la torre abandonada.
Al seguirlos, una nueva dosis de aventura: lanzados a toda velocidad sobre los cuerpos de los intrusos viajeros, los skúas defienden sus nidos cual pilotos kamikaze.
Tras un par de "cuerpo a tierra" y la frustrante sensación de no poder llegar a la cima, el guía revela el secreto: agitar un palo por encima de las cabezas evita ser atacados por los iracibles skúas. Sólo así podemos seguir la marcha de los pingüinos.
El faro abandonado, con su torre pintada con las clásicas rayas rojas y blancas, sirve de refugio a cientos de estas aves, como si se tratara de un enorme gallinero. En la tranquilidad de una isla desierta, interrumpida apenas por un puñado de visitantes, las hembras empollan entre los recovecos de la construcción.
De pronto, colina abajo, desde el lado opuesto de donde desembarcamos, oímos unos chillidos totalmente diferentes, desconcertantes. El escarpado terreno invita a tener cuidado mientras buscamos la fuente de esos intrigantes sonidos. Cuando ya comenzamos a dudar si podremos descubrir de dónde vienen los chillidos, asomando desde una profunda grieta, miles de cabecitas, agrupadas de dos en dos: estamos ante la única colonia de pingüinos de penacho amarillo de nuestro territorio continental, una especie que anida en casi todas las islas subantárticas y en las Malvinas.
Diferentes a los archiconocidos pingüinos de Magallanes, los de penacho amarillo se caracterizan por un tamaño menor y un andar diferente. Saltando de roca en roca, cultivan un look más informal que el de sus parientes. Sus desprolijas plumas de un intenso amarillo en cada sien les confieren un aire algo punk, y sus ojos de un fuerte color rojo le dan un aspecto intrigante a su mirada. Los más chicos reconocerán de inmediato a "Amoroso", el personaje del pingüino sabio de la película "Happy Feet".
"Es el día más maravilloso de mi vida", exclama Rita, una turista norteamericana, mientras un pingüino mira fijo y de cerca a la lente de su cámara. Imperturbables ante la presencia de los visitantes, casi hasta el punto de la descortesía, siguen con sus labores cotidianas.
Durante la temporada de reproducción, las parejas se establecen en esta grieta y se turnan, sin distinción alguna de sexos: uno empolla mientras el otro se alimenta. La tierna escena atrae hacia los nidos, pero nos detiene una advertencia del guía: pese a su aspecto simpático y su andar confiado, estos pingüinos se tornan muy agresivos a la hora de defender sus huevos.
Tras una breve pausa, la caminata sigue por un laberinto de rocas que desemboca en una pequeña bahía. Allí, decenas de lo bos marinos —y algún que otro elefante marino— asoman sus cabezas en el agua, a la espera del momento de pisar tierra firme para tenderse al sol.
Unos pasos más allá, una pradera —algo extraño por estas latitudes— deja divisar el punto donde se produjo nuestro desembarco, a los saltos. Esa roca, con la marea baja, se ve mucho más alta, y por el momento la misión de volver a puerto parece un imposible. Por eso, luego de sortear la planicie y un nuevo ataque de los skúas, se impone un almuerzo para socializar tantas experiencias y aguardar a que las aguas encuentren la altura propicia para emprender el regreso a Puerto Deseado.
Luego de una hora de navegación, los techos de las casas de Puerto Deseado comienzan a verse cada vez más cerca, mientras algunos delfines australes acompañan el paso de la lancha. Como para dejar en claro que el juego no es patrimonio de las toninas que habitan en la ría. Quizás sea la forma que la naturaleza tiene de agradecer a quienes no se desaniman por las distancias. O el premio por animarse a ir en busca de lo desconocido.
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