La villa turística San Lorenzo, en Salta, se admira desde angostos senderos, que la omnipresente selva de yungas decora con helechos, nogales, ceibos, bromelias y orquídeas. Sólo la calle principal cobra las dimensiones de una avenida, que recuerda la figura de Juan Carlos Dávalos. Es entendible la razón de tamaño homenaje: el poeta nació en esta tierra de selva y quebrada recostada sobre cerros y le dedicó la canción "Del Chalchalero", con estrofas como "Qué lindo cuando la espuma con ojos de nieve baja y en blanco jazmines cuaja, temblor de luna sobre el chalchal".
La deslumbrante escenografía que sugiere Dávalos empieza a seducir desde el inicio de un camino en subida que se hace ínfima huella de piedras sueltas. La comarca de casas elegantes cede terreno, a merced del imperio de la naturaleza. Gruesos nubarrones empapan el ambiente de la Reserva Natural privada, y manojos de musgos, helechos y líquenes tiñen el suelo de verde fosforescente y envuelven los troncos. Las raíces de los árboles forman perfectos escalones, la mejor ayuda para avanzar en la trepada del cerro De las Tres Cruces. El río San Lorenzo y sus cascadas acompañan desde un costado, aunque su murmullo llega cada vez desde más abajo. La huella desciende repentinamente para cruzar el río, que aquí cae como baldazos. Unos 80 m más arriba, tres aventureros se deslizan por el cable de la tirolesa, una línea grisácea recortada por la espuma.
"El ceibo de esta zona es enorme, aunque sólo da un pimpollo que llamamos gallito rojo", advierte el guía José Ramos y desbarata alguna esperanza de toparse con la flor nacional bien reluciente. La desilusión dura menos que la súbita corrida de un gato montés. A 1.800 m de altura, un oportuno mirador permite deleitarse con casi todos los matices de la Quebrada, recortados al pie de las manchas de vapor de las nubes. En este cuadro vistoso sólo falta el río, que sigue bramando. No se ve, pero se hace escuchar.
La deslumbrante escenografía que sugiere Dávalos empieza a seducir desde el inicio de un camino en subida que se hace ínfima huella de piedras sueltas. La comarca de casas elegantes cede terreno, a merced del imperio de la naturaleza. Gruesos nubarrones empapan el ambiente de la Reserva Natural privada, y manojos de musgos, helechos y líquenes tiñen el suelo de verde fosforescente y envuelven los troncos. Las raíces de los árboles forman perfectos escalones, la mejor ayuda para avanzar en la trepada del cerro De las Tres Cruces. El río San Lorenzo y sus cascadas acompañan desde un costado, aunque su murmullo llega cada vez desde más abajo. La huella desciende repentinamente para cruzar el río, que aquí cae como baldazos. Unos 80 m más arriba, tres aventureros se deslizan por el cable de la tirolesa, una línea grisácea recortada por la espuma.
"El ceibo de esta zona es enorme, aunque sólo da un pimpollo que llamamos gallito rojo", advierte el guía José Ramos y desbarata alguna esperanza de toparse con la flor nacional bien reluciente. La desilusión dura menos que la súbita corrida de un gato montés. A 1.800 m de altura, un oportuno mirador permite deleitarse con casi todos los matices de la Quebrada, recortados al pie de las manchas de vapor de las nubes. En este cuadro vistoso sólo falta el río, que sigue bramando. No se ve, pero se hace escuchar.