Así como se desarrolló la fiebre del oro en el norte, siglos después en Potosí, Bolivia surgiría otro “dorado”, esta vez uno muy real. Tanto es así que en la lengua castellana para designar que algo tiene valor se utiliza en ocasiones la expresión: “esto vale un potosí”...
“Soy el rico Potosí, del mundo soy el tesoro, soy el rey de los montes y la envidia soy de los reyes”. Así rezaba la inscripción del escudo que otorgó Carlos V con el título de Villa Imperial a Potosí. En 1573 era tan grande como Londres y mayor que Sevilla, Madrid o París.
Pero la historia de Potosí no había nacido con los españoles. Tiempos antes de la conquista, el inca Huayna Cápac había escuchado hablar a sus vasallos sobre el Sumja Orcko o cerro hermoso. Cuando por fin contempló aquel monte que orgulloso se alzaba sobre la serranía desprendiendo destellos rojizos, quedó estupefacto.
Huayna Cápac entonces asombrado por su belleza y solemnidad sospechó que aquel cerro debía contener en sus entrañas piedras preciosas y ricos metales. Su intuición no estaba equivocada.
Sin demora ordenó a mineros indígenas que clavaran sus pedernales en los filones de plata del cerro. Obedientes así hicieron, pero al golpear las betas se cuenta que una voz cavernosa de ultratumba los derribó. Era una voz terrorífica y fuerte como el trueno que emergía del cerro hermoso. La voz decía en Quechua: “No es para ustedes, Dios reserva estas riquezas para los que viene de más allá”.
Los indígenas huyeron despavoridos y Huayna Cápac cambió el nombre a la montaña y esta pasó a llamarse Potojsi, que significa: “truena, revienta, hace explosión”.
Potosí se localiza a una altitud de 4.067 metros y se debate entre la segunda y tercera posición de las ciudades más altas del mundo. No nos tendrá que extrañar que sintamos cierta dificultad respiratoria cuando subimos algunas de sus empinadas callejuelas.
En 1650 era una de las ciudades más grandes del mundo, diez veces más habitada que Boston.
En la Casa de la Moneda se conservan archivos coloniales y constituye uno de los edificios civiles más destacados de América Latina, así como la Universidad Tomás Frías.
Uno de los símbolos de la ciudad que refleja mejor el pasado esplendor de Potosí es la Torre de la Compañía, un convento religioso del siglo XVIII.
A principios de junio, hace cuatro años, cuando visité la región, el frío conquistaba cada grieta, cada recoveco cuando el sol pone rumbo a su ocaso. Recorrí la mina junto a un minero retirado el día del Corpus christi.
Ese mismo día en el año 1658, las calles de la ciudad fueron desempedradas desde la matriz de la iglesia de Recoletos y totalmente cubiertas de barras de plata. Hoy el panorama muestra una estampa diferente. Lo que fue una fuente de la cual brotaba a borbotones riqueza en forma de lingotes de plata, hoy es una pequeña población que muestra el encanto decadente de palacios e iglesias.
El bienestar de Potosí fluctúa al ritmo de los precios que el mercado de minerales marca en Londres.
Se dice que aproximadamente en trescientos años murieron ocho millones de indígenas trabajando esclavizados en este cerro. Muchos de ellos permanecían tres meses dentro de la mina sin ver la luz del sol. Aunque se crea lo contrario, en España poco quedó de esta plata. Las guerras hipotecaban al estado español y banqueros de toda Europa, especialmente de Holanda acumulaban el metal precioso.
Tras recorrer las cavidades de una mina del siglo XVI, atracción y realidad que domina el paisaje de esta localidad boliviana, poso mi mirada y preocupación sobre los mineros de hoy.
Converso y observo detenidamente a Carlos y Javier, dos hermanos que llevan diecinueve años recorriendo la agujereada montaña, mientras mascan sus cincuenta gramos diarios de coca como si se tratase de un ritual monótono.
Al hablarles siento cierta vergüenza, vergüenza de ciertos aspectos de nuestro pasado histórico. Mientras ellos se pasan de mano en mano un pequeño bote de plástico traslúcido que rebosa de alcohol de 96º y beben y tragan coca y fuman.
El eco del masticar de las hojas de coca resuena en la estancia; mientras ellos continúan aletargados como hipnotizados por el humo de sus cigarros, reflexiono sobre qué ha cambiado en el fondo a lo largo de estos siglos de explotación del cerro.
Los mineros dicen que en las profundidades del monte no reina Dios sino el “Tío”. El “Tío” es como denominan al demonio. Según ellos él los “protege”.
Hoy me pregunto cuántos años, siglos deberán pasar para que el “Tío” deje de reinar en estas tierras. Hoy recordando las palabras del inca Huayna Cápac me pregunto, cuándo este cerro dejará de “tronar, de reventar y hacer explosión” sobre los derechos humanos y sobre la dignidad del hombre.
Si pensáis viajar a esta ciudad os recomiendo leer antes el libro “Las venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano.