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15 agosto 2008

Argentina: A pie por un paraíso de sierras y aire puro


Los encantos del pueblo peatonal de La Cumbrecita. Caminatas entre arroyos y bosques de las serranías.

Las palabras para describir La Cumbrecita, en la provincia de Córdoba, pueden resultar insuficientes o, lo que es peor, trilladas. Este pueblo de las serranías puede ser definido por sus elevaciones verdes, sus riachos como ensueños y sus calles mansas donde se respira aire puro y paz.

Ubicada en el corazón del Valle de Calamuchita, a casi 130 km de Córdoba, La Cumbrecita se asienta entre dos cordones serranos, y está atravesada por una importante cantidad de ríos mansos de aguas cristalinas. Como toda población pequeña, tiene una fuerte tradición criolla que, en este caso, aparece mezclada con tintes centroeuropeos dados por la inmigración que recibió en la tercera década del siglo pasado. Los inmigrantes alemanes dieron al lugar una fisonomía particular que se expresa en su arquitectura, su exquisita gastronomía y algunas de sus costumbres.

La localidad es reconocida entre sus visitantes como "el paraíso del aire libre". Paseos, caminatas y excursiones a cielo abierto y en un clima siempre amigable constituyen el mejor programa para unas vacaciones en las serranías. Es que esta villa de estilo alpino y sólo 500 habitantes estables fue declarada hace una década "pueblo peatonal", por lo que durante el día no se puede ingresar ni transitar con vehículos por sus calles (excepto vehículos de servicios y mantenimiento). Sus más de 400 plazas de alojamiento -en hoteles, hosterías y cabañas- garantizan un movimiento razonable y un respeto por el clima aldeano que tanto seduce al visitante. Además, en sus restaurantes y casas de té se pueden degustar delicias de la repostería europea.

La Cumbrecita puede ser recorrida espontáneamente, pues en cada calle y a la vuelta de cada esquina estalla el paisaje. Su altura, de 1.450 metros sobre el nivel del mar, ofrece condiciones ideales de humedad y temperatura. Las caminatas más tradicionales dentro del pueblo llevan a los frondosos bosques en los que sobresalen nogales, abedules, eucaliptos, arces, tabaquillos, liquidámbares y plátanos. Más una asombrosa paleta de frutos silvestres.

Sin salir de la villa se pueden visitar la Plaza de los Pioneros, al lado del magnífico Hotel La Cumbrecita, y la Plaza de Ajedrez, en el centro del pueblo. La Capilla, abierta a todos los credos, recuerda construcciones similares de los Alpes suizos.

A pocos pasos del pueblo, la imponente Cascada del Río Almbach, que surte de agua potable a la localidad, es un rincón plácido donde sorprenden decenas de flores de todos los colores que trepan intentando atrapar el salto de agua. No es extraño divisar en las inmediaciones alguna ardilla y, si se tiene suerte, algún zorro distraído, pues en verano escapan ante la llegada de visitantes.



Paseos cercanos
La visita a Tres Cascadas, Remanso Negro y Lago Esmeralda tiene un kilómetro y medio, y caminando con paciencia se puede ir y volver en tres horas. Se baja por la calle de la escuela, se la rodea por la izquierda y se cruza el río hasta una tranquera. Allí nace un sendero y luego, cuando comienza a doblar a la derecha, aparece una huella que conduce hasta un alambrado. Hay que seguir unos metros paralelo a él hasta un paso peatonal, desde donde se sigue hacia el norte, junto al río que corre unos 200 metros más abajo. Luego de cruzar un arroyito, se llega a una pequeña forestación de pinos desde la cual comienza el descenso hacia las Tres Cascadas. Volviendo al sendero principal se cruza otra forestación en cuya salida está el río, que, encajonado entre profundas paredes de roca, forma una sucesión de cascadas y ollas. Luego de un importante descenso, cae en una gran olla llamada Remanso Negro. Luego el camino principal desciende hasta una tranquera y, al cruzarla, cruza una nueva forestación y gira a la derecha remontando un arroyo. A unos 100 metros se une con el Río del Medio y forma una pequeña olla: el lago Esmeralda.

Otro recorrido es hacia Cerro Wank, a poco más de 1,5 km del pueblo, que puede llevar un par de horas. Tras cruzar el puente que lleva a la confitería Liesbeth se dobla a la derecha, siguiendo el río. Allí nace un sendero que atraviesa un bosquecito de abedules. Cuando la vegetación ralea se ve la cima del cerro, con el monolito que marca 1.715 msnm y una hermosa vista panorámica de la villa y de gran parte del Valle de Calamuchita.

Parados en el puente de acceso al pueblo hay dos caminos que conducen al puesto Casas Viejas, donde vale la pena comerse un chivito (tener en cuenta que no es restaurante, y conviene reservar), pescar, pasar el día junto al río y disfrutar de las vistas de las Sierras Grandes. El paseo se puede hacer en tres horas, ida y vuelta.

La capilla en la gruta
Desde el camino que va al Lago de las Truchas se baja hasta un vado que cruza el río, y a pocos metros una tranquera franquea el paso. Allí comienza una huella (privada) que tras una hora de caminata lleva a La Gruta, capilla consagrada a la virgen de Fátima, y el cementerio. Siguiendo por la calle, se pasa una tranquera y se continúa por un camino ribeteado por un pinar. Andes de cruzar una segunda tranquera, se dobla a la izquierda saliendo del camino vehicular, y bordeando el alambrado se encuentra un arroyo. Hay que remontarlo unos 20 minutos corriente arriba hasta una caída de agua que al golpear sobre una gran piedra produce unas raras formas que le han dado el nombre de Cascada Abanico. Son casi 4 km, pero como se trepa un poco, se tarda cuatro o cinco horas en ir y volver. Se recomienda llevar agua y golosinas. Muchos de estos recorridos se pueden hacer por cuenta propia, aunque la Dirección de Turismo provee mapas y recomienda guías.

Por: Nerio Tello

08 agosto 2008

Rio de Janeiro en bici


Cualquiera que haya estado en Brasil, sabe que los brasileros son fanáticos del cuidado de su cuerpo. Bordear las playas de Rio de Janeiro es como meterse en un muestrario de actividades, deportes, prácticas, ejercicios, competencias y diversión.

Los cariocas acostumbran acercarse a la playa antes o después del horario laboral para practicar el deporte o ejercicio que gusten. Desde el surf a la capoeira están presentes a toda hora del día y de la noche sobre las arenas doradas de Rio.

Y así también, son amantes de trasladarse en bicicleta aunque la ciudad no tenga las condiciones óptimas para este tipo de transporte
. Un tránsito endemoniado, reglas de tráfico no siempre respetadas, distracciones, charlas y muchos automóviles convierten a las calles céntricas en lugares complicados para conducir la bici.

Además, la geografía del lugar, con sus subidas asombrosas a las laderas de los morros cercanos y curvas pronunciadas sobre el mar, necesitan un buen par de piernas para controlar la bici. De todas formas, la gente la ha adoptado como medio de transporte popular y económico. Ahora Rio de Janeiro tendrá su sistema de alquiler de bicis como los que venimos viendo en otras ciudades.



La ínstalación de un sistema de columnas con aparcamiento de bicis donde tomarlas y dejarlas, se anunció hace aproximadamente 1 mes
. Pero claro, al uso local, sin dar fechas exactas ni mayores precisiones sobre cómo, cuándo y costo del servicio. Habrá que esperar nuevas noticias. Mientras tanto, relájate al sol.

Vía: Diario do Rio

Colombia: El paraíso, en versión caribeña


A una hora en barco desde Cartagena, las islas del Rosario brindan playas soñadas, corales y platos exquisitos.

Las sugerentes bellezas del Caribe colombiano siguen más allá de tierra firme. A una hora en lancha desde Cartagena, titilan a toda hora -gracias al sol que por estos lares torna todo vistoso y reluciente- las 23 islas, cayos e islotes del archipiélago Nuestra Señora del Rosario.

Es el magnífico resultado de la actividad volcánica registrada hace 5 milenios. En tierra firme, detrás de las playas de aguas cristalinas y arenas blancas se alinea el manglar, que envuelva los bosques secos tropicales del interior. Las corrientes, los vientos y las aves se encargaron de empujar las semillas desde el continente y transformar este páramo salpicado en el Atlántico en un ecosistema deslumbrante.

En el puerto de Cartagena, ni siquiera de mañana bien temprano la música deja de fluir. Esta vez, una melodía suave, bien cadenciosa, acompaña el bailoteo de yates de lujo y lanchas más modestas. Desde las copas de las palmas, pájaros negros María Mulata clavan la vista en el muelle y se preparan para picotear el desayuno de una treintena de turistas que esperan embarcar hacia las islas. Para ellos, animados por los guías multilingües, el paseo los llevará poco menos que al sitio mejor pergeñado jamás por los sueños y la imaginación. La ansiedad, entonces, se les adivina en el apuro por saltar a la quilla y el ánimo inmejorable.

Entre frutas y artesanías
Se acerca una palenquera que sostiene una palangana con frutas que hacen equilibrio sobre su cabeza. Trozos de piña, papaya, sandía, melón, guayaba y mango, empiezan a endulzar la jornada. Al zarpar, la lancha agita el azul impecable del Caribe, mientras el sol pasa de tibio a caliente sin escalas. Una hora más tarde, en la playa perfecta que ofrece la isla San Pedro, Heriberto insiste con sus collares de coral, delicadas piezas que sucumben al imperio del regateo. Sólo después de ese acuerdo forzoso, el artesano y otros veinte vendedores listos para entrar en escena se dan por satisfechos y toman distancia de los visitantes.

La compra compulsiva resulta la única imposición no declarada en el archipiélago. Por lo demás, este rincón luminoso de Cartagena sólo está dispuesto a brindar placeres. El menú no escrito está a la vista, es una inducción permanente a fuerza de arrecifes coralinos que salen a flote del fondo de arena suave y sin porosidades, meros, caballitos de mar, delfines y tortugas marinas listas para gratificar a los amantes del snörkelling y pargo rojo frito, una exquisitez culinaria que se acompaña con patacones (trozos de plátano frito) y arroz con coco.

Caricia para el paladar
Para completar este viaje a un mundo fluctuante entre la realidad y la fantasía, es probable que asome un sancocho, que no puede faltar en una mesa cartagenera bien servida. Esta sopa caliente de pescado (trozos de sábalo, pargo rojo o sierra), combinada con leche de coco, termina por seducir a los que dudan con declarar amor eterno y regreso seguro a las islas del Rosario.

Como corresponde aquí, me dejo deslizar por el fondo de arena blanca que deja traslucir el celeste compacto del mar, hasta alcanzar una barrera de corales. Más tarde, en esta tierra maltratada por los conquistadores, apetecida por corsarios y piratas y salvada por europeos acriollados, indios chibchas y aficanos, me rindo ante lugareños de modales amables, bajo el placentero efecto de un zumo de guanábana y una hamaca de colores encendidos que oscila entre palmeras.

Por: Cristian Sirouyan

02 agosto 2008

Maleta para llevar a los niños


Bueno, no es una maleta para llevar a los niños dentro de ella, sino adosados a ella.
Una idea para los padres que cargamos con la familia a cuestas por estaciones de tren, de autobuses y aeropuertos.

Es sólo para niñitos pequeños (y livianos) pero nos ahorra de llevar la maleta + el carrito + la mochila + los billetes + ...

Por lo que leo, no está a la venta aún, es un prototipo, pero al ser tan sencilla más de uno echará mano a esa vieja sillita de playa de lona (en desuso en el trastero) de cara a las próximas vacaciones.

Vía: I new idea

Argentina: En la Patagonia, a todo vapor


Cuántas historias pueden caber en 75 cm? Para resolver la incógnita, quizás ayude la paradoja que plantea Paul Theroux en su libro "El Viejo Expreso de la Patagonia". Según el viajero, en la Patagonia todo se maneja en términos de inmensidad o miniatura: "No hay punto intermedio. La enormidad del espacio desierto o la vista de una diminuta flor". Por eso, y siguiendo la paradoja, en los estrechos 75 cm que separan las vías del mítico tren a vapor que en la zona de la Cordillera de Chubut llaman "La Trochita" pueden caber tantas historias como en la inmensidad de la estepa.

La Trochita es el único tren a vapor de trocha supereconómica que funciona en el mundo, tan atractivo por el paisaje que recorre como por sus viejas máquinas y coches, que circulan como hace más de medio siglo. Ya no es el tren pintoresco y deteriorado que durante décadas rescató del aislamiento a pueblos esparcidos entre la estepa y la cordillera sino de un remozado convoy turístico frecuentado por viajeros de todo el mundo.

Desde Esquel, el recorrido de 20 km insume poco más de una hora hasta el poblado mapuche Nahuelpan. También parte desde El Maitén, donde se pueden visitar los talleres de La Trochita y llegar a Ñorquinco, a 36 km.

El calor de la salamandra

Falta poco para las 10 y en el andén de la estación Esquel decenas de turistas hormiguean entre curiosos y vendedores. Un fotógrafo intenta una ubicación estratégica antes de que La Trochita haga su entrada triunfal. No saldrá decepcionado: el tren se acerca a la estación largando humo al ritmo de su bocinazo, más parecido a un corno que a la clásica y aguda silbatina de los trenes, con su séquito de coches claqueando detrás.

Ya habrá tiempo de sacarse una foto junto a la locomotora, una reliquia de 1922 que con mucho esfuerzo los trabajadores ferroviarios mantienen en su estado original. Por el momento, trepamos a uno de los estrechos coches y nos acomodamos en los asientos repartidos en hileras de uno y de dos, separadas por un angosto corredor.Por fortuna, nos corresponden los asientos de acolchado verde; los de madera quedaron reservados para otros pasajeros. De todos modos, la dureza del asiento no es lo único que uno debe contemplar a la hora de elegir ubicación: también está el paisaje, que siempre será más vistoso del lado de los asientos individuales, y si uno viaja en invierno la cercanía de la salamandra, instalada en el centro de cada coche para mitigar los rigores del clima patagónico.

La estufa a leña -uno de los agregados de este tren- era muy disputada por los pasajeros en tiempos en los que La Trochita recorría los 402 km que separan Esquel de Ingeniero Jacobacci (Río Negro), en un viaje que llevaba más de 20 horas. No sólo se utilizaba para calentar los vagones sino también para cebar mate y hasta para cocinar bifes.
Claro que por entonces, según nos cuenta la guía, también era habitual que los pasajeros bajaran un rato a estirar las piernas y retomaran la formación, que avanzaba a paso de hombre, unos metros más adelante.

La Trochita era el sostén de todos los pueblos que fueron creciendo a su alrededor. Más de mil hombres llegados de distintas partes del mundo trabajaron en el tendido de las vías, que llevó largos años de idas y venidas. El primer tren salió desde Esquel el 25 de mayo de 1945 y durante décadas se dedicó al transporte de cargas y pasajeros entre Esquel y Jacobacci.
A fines de los 70, cuando Paul Theroux hizo su famoso viaje de Boston a Esquel, La Trochita no era el brioso tren turístico que nos pasea ahora sino un "samovar demente sobre ruedas" con vagones crujientes que transportaban gente, lana y maderas. Veinte años después, en plena fiebre liberal de los 90, El Viejo Expreso Patagónico estuvo a punto de cerrar por su baja rentabilidad.

El gobierno de Chubut decidió rescatarlo, aunque sólo en el tramo Esquel-El Maitén, en el límite con Río Negro. La Trochita resucitó como tren turístico. No es el tren bala, y precisamente en eso está su encanto. Sigue viajando a un promedio de 20 km por hora, largando silbidos de vapor en cada curva.

Aprovechemos entonces para sacar fotos de los valles idílicos que pasan detrás de la ventana, para colgarnos del estribo, para hacer equilibrio en el movedizo espacio que une los vagones o para ver pasar la vida en alguno de los dos coches-comedor con gusto a torta casera.

Llegada a Nahuelpán
Ahora sí, el maquinista cede su puesto y nos deja jugar sobre la mítica locomotora. No es fácil su trabajo: aquí arriba las calderas arden, el fuego amenaza y el calor es infernal. Alcanza con subir unos minutos, asomar la cabeza para la foto y volver a tierra firme para curiosear el hospitalario pueblito mapuche, donde un ejército de niños saluda y ofrece tejidos, artesanías y alimentos.

Optamos por las tortas fritas y las guardamos para el viaje de vuelta. Hay poco tiempo y no podemos perdernos el Museo de Culturas Originarias Patagónicas, donde se exhiben antiguos instrumentos musicales, piezas de alfarería y platería de la cultura mapuche.
La locomotora resopla y anuncia que está iniciando las maniobras para el regreso a Esquel. La máquina avanza, retrocede, se contorsiona, gruñe, transpira humo. Es la hora del regreso.
El paseo desde Esquel hasta Nahuelpan no es la única alternativa para quienes quieran vivir su experiencia en La Trochita. El Maitén es una apacible localidad situada en La Comarca Andina del Paralelo 42 -al sudeste de El Bolsón-, un lugar famoso por sus cultivos de frutas finas, sus lagos y valles y por albergar historias como la del famoso bandido estadounidense Butch Cassidy, que vivió en esta región mientras huía de la Justicia.

El recorrido de 36 km de La Trochita entre El Maitén y Ñorquinco pasa por la estancia del empresario italiano Luciano Benetton.

Pero, más allá de las emociones del paseo en el tren, el viaje tiene otro atractivo: en El Maitén pueden ser visitados los talleres de las viejas locomotoras.

Los tesoros del taller

"Este es un pueblo ferroviario. En cada familia hay alguien que alguna vez trabajó en el ferrocarril", asegura Carlos Kmet, jefe de Talleres. "Mi padre y mi abuelo vinieron de Polonia para construir el tren y aquí se quedaron. Mi abuelo viajó en el primer tren que llegó hasta Esquel". A tal punto la vida de El Maitén está ligada a La Trochita que, todos los años, en febrero se celebra la Fiesta Nacional del Tren a Vapor.

Los talleres -llegaron a tener 120 operarios, hoy son sólo 28-, son únicos en el mundo porque allí se fabrican piezas en base a planos originales que ya no se consiguen. "Una vez, de la fábrica Henschel se sorprendieron al encontrar una locomotora de maniobra que ni ellos sabían que existía", cuentan. El capital más importante de los talleres es el personal, que conoce todos los secretos de las máquinas a vapor. Muchos trabajan allí desde hace décadas y transmiten sus conocimientos a los jóvenes. "De chico, mi sueño era ser ferroviario y se me cumplió. Entré a los 17 años, llevo 43 de servicio y espero jubilarme como ferroviario", se ilusiona Kmet.

El encanto artesanal de las viejas máquinas y la mística de las vias de paso angosto hundiéndose en el paisaje adquiere otra dimensión cuando se trata de este paisaje. El de la Patagonia, tierra de sueños y pioneros.

Via: www.clarin.com

28 julio 2008

Argentina: Puerto Deseado el esplendor de la naturaleza


Desde que el hombre comenzó a aventurarse en los mares australes, Puerto Deseado, a 740 kilómetros de Río Gallegos, en el nordeste de la provincia de Santa Cruz, cautiva a los viajeros que desafían distancias. El propio Charles Darwin, en 1833, escribió en su diario de viaje: "Estábamos rodeados por inmensas rocas y elevados cantiles. No creo haber visto en mi vida lugar más aislado del resto del mundo que esta grieta rocosa en medio de tan dilatada llanura". Hoy, casi igual que hace 174 años, y gracias a su inserción en las guías turísticas internacionales, viajeros de distintas partes del mundo sortean latitudes para alcanzar este pequeño poblado a la vera del Océano Atlántico.

Es que Puerto Deseado despunta en la planicie patagónica con un singular paisaje rocoso y sus gigantescos acantilados que sobrevuelan, entre otras especies, gaviotas, petreles, cormoranes, skúas y ostreros. Pero las mayores singularidades del lugar están dadas por la ría Deseado —la única de Sudamérica— y los particulares pingüinos de penacho amarillo que viven en una desolada isla en medio del mar.

la ciudad
Luego de una larga recta de casi 100 kilómetros de ruta, llaman la atención las curvas y contracurvas que anuncian la llegada a Puerto Deseado. Como sucede en tantas otras ciudades de la Patagonia costera, el paisaje urbano deseadense combina imágenes de esforzado trabajo y de la naturaleza más pura. Así, conviven en armonía el horizonte infinito, las hileras de barcos con una pila de containers, el más azul de los mares y los tanques petroleros. Pero siempre reina el silencio, sin que la febril actividad del puerto ni los turistas sean capaces de cuestionar su autoridad.

Los lobos marinos que retozan en las rocas del puerto anuncian una de las excursiones más interesantes que ofrece Puerto Deseado. Los trabajadores del puerto los llaman por sus nombres, y ellos toman sol a un costado del embarcadero en el que nos espera una lancha.

Al alejarnos del muelle, vislumbramos una caprichosa lengua de agua azul que se interna en el continente —42 kilómetros, nos informan— a través de una amplia red de cañadones y acantilados.

El guía nos explica que no es un río sino una ría, un cauce que alguna vez tuvo agua dulce pero luego fue invadido por el mar. A sus flancos, murallones de más de 30 metros de altura imponen respeto; observamos ese singular paisaje en silencio.

En el camino, aprendemos que la historia de este sobrecogedor escenario se inició hace nada menos que 160 millones de años, en pleno período jurásico. Cuando los dinosaurios todavía eran los señores de la Tierra, la comarca se estremeció al ritmo de brutales erupciones volcánicas. La lava y las cenizas modelaron los cañadones y acantilados que se abren como grietas en la estepa patagónica, dibujando escarpadas costas e islotes solitarios.

Tras unos pocos minutos por el canal, entre las piedras que parecen nevadas por el blanco del guano, se asoman los cormoranes, que luego se animan al vuelo y pueblan el cielo, para regocijo de turistas y cámaras. Al concierto de aves se suman las gaviotas, los petreles, los ostreros y alguna que otra paloma antártica. A lo lejos, donde apenas llega la mirada, cisnes y flamencos se refrescan en un charco.

Desembarcamos en una isla de playas pedregosas, donde el guía prepara mate —el primero de sus vidas para varios extranjeros— y se entusiasma con los relatos. "¿Alguna vez vieron estos animales tan de cerca?", pregunta, mientras centenares de pingüinos de Magallanes parecen querer participar de la ronda de mate.

Entonces, habla de la fragilidad de estas aves, que solamente son capaces de poner dos huevos por nidada, uno de los cuales indefectiblemente no sobrevivirá. "Son estrategias de la naturaleza; otras aves tienen muchas crías, pero son más débiles. En cambio, los pingüinos prefieren la calidad a la cantidad", dice, atravesado por el espíritu de un Darwin que, probablemente, se haya sentado en estas mismas rocas.

Cuando la lancha reanuda su marcha, el paisaje se torna diferente: el canal recto que formó un puerto natural se transforma en un curso serpenteante en medio de una postal que parece tomada en la luna.

De repente, la embarcación comienza a desplazarse con una simpática custodia: las toninas overas, con sus lomos grises y blancos, se acercan, primero tímidas, luego juguetonas, dejando blancas estelas en el agua.

Las cámaras disparan una y otra vez buscando retratar ese efímero momento en el cual, por proa, surge el lomo de la tonina en un pequeño salto antes de sumergirse con un chapuzón que deja a todos mojados pero sonrientes.

Aventura en el mar
El despliegue de la naturaleza de la ría es apenas una especie de introducción. En las aguas del Atlántico, a 11 millas náuticas —casi 20 kilómetros— de la ciudad, la Isla Pingüino brinda otro plato fuerte.

Para llegar a ella hace falta una buena dosis de conocimiento y espíritu de aventura, algo que abunda en los operadores turísticos locales. Lo logramos tras una hora de navegación al amanecer, con un viento frío que ayuda a despertar a los más remolones.

Si los cálculos fueron correctos, la marea estará lo suficientemente alta como para que el desembarco sobre una roca sea una maniobra sencilla, aunque no del todo desprovista de adrenalina.

Luego de saltar de piedra en piedra, descansamos en una pequeña planicie y nos concentramos en el paisaje: sobre una loma, un viejo faro rompe las líneas horizontales del entorno, y dota al sitio de una atmósfera de cuento. Como oficiando de anfitriones y marcando el camino, una hilera de pingüinos sube la colina que conduce a la torre abandonada.

Al seguirlos, una nueva dosis de aventura: lanzados a toda velocidad sobre los cuerpos de los intrusos viajeros, los skúas defienden sus nidos cual pilotos kamikaze.

Tras un par de "cuerpo a tierra" y la frustrante sensación de no poder llegar a la cima, el guía revela el secreto: agitar un palo por encima de las cabezas evita ser atacados por los iracibles skúas. Sólo así podemos seguir la marcha de los pingüinos.

El faro abandonado, con su torre pintada con las clásicas rayas rojas y blancas, sirve de refugio a cientos de estas aves, como si se tratara de un enorme gallinero. En la tranquilidad de una isla desierta, interrumpida apenas por un puñado de visitantes, las hembras empollan entre los recovecos de la construcción.

De pronto, colina abajo, desde el lado opuesto de donde desembarcamos, oímos unos chillidos totalmente diferentes, desconcertantes. El escarpado terreno invita a tener cuidado mientras buscamos la fuente de esos intrigantes sonidos. Cuando ya comenzamos a dudar si podremos descubrir de dónde vienen los chillidos, asomando desde una profunda grieta, miles de cabecitas, agrupadas de dos en dos: estamos ante la única colonia de pingüinos de penacho amarillo de nuestro territorio continental, una especie que anida en casi todas las islas subantárticas y en las Malvinas.


Diferentes a los archiconocidos pingüinos de Magallanes, los de penacho amarillo se caracterizan por un tamaño menor y un andar diferente. Saltando de roca en roca, cultivan un look más informal que el de sus parientes. Sus desprolijas plumas de un intenso amarillo en cada sien les confieren un aire algo punk, y sus ojos de un fuerte color rojo le dan un aspecto intrigante a su mirada. Los más chicos reconocerán de inmediato a "Amoroso", el personaje del pingüino sabio de la película "Happy Feet".

"Es el día más maravilloso de mi vida", exclama Rita, una turista norteamericana
, mientras un pingüino mira fijo y de cerca a la lente de su cámara. Imperturbables ante la presencia de los visitantes, casi hasta el punto de la descortesía, siguen con sus labores cotidianas.

Durante la temporada de reproducción, las parejas se establecen en esta grieta y se turnan, sin distinción alguna de sexos: uno empolla mientras el otro se alimenta. La tierna escena atrae hacia los nidos, pero nos detiene una advertencia del guía: pese a su aspecto simpático y su andar confiado, estos pingüinos se tornan muy agresivos a la hora de defender sus huevos.

Tras una breve pausa, la caminata sigue por un laberinto de rocas que desemboca en una pequeña bahía. Allí, decenas de lo bos marinos —y algún que otro elefante marino— asoman sus cabezas en el agua, a la espera del momento de pisar tierra firme para tenderse al sol.

Unos pasos más allá, una pradera —algo extraño por estas latitudes— deja divisar el punto donde se produjo nuestro desembarco, a los saltos. Esa roca, con la marea baja, se ve mucho más alta, y por el momento la misión de volver a puerto parece un imposible. Por eso, luego de sortear la planicie y un nuevo ataque de los skúas, se impone un almuerzo para socializar tantas experiencias y aguardar a que las aguas encuentren la altura propicia para emprender el regreso a Puerto Deseado.

Luego de una hora de navegación, los techos de las casas de Puerto Deseado comienzan a verse cada vez más cerca, mientras algunos delfines australes acompañan el paso de la lancha. Como para dejar en claro que el juego no es patrimonio de las toninas que habitan en la ría. Quizás sea la forma que la naturaleza tiene de agradecer a quienes no se desaniman por las distancias. O el premio por animarse a ir en busca de lo desconocido.

Qué trámites se requieren para que los menores viajen al exterior


Llegaron las vacaciones y, junto con ellas, las consultas acerca de trámites varios previos a los viajes. Numerosos lectores preguntan cuáles son las disposiciones en Migraciones para que los menores de edad puedan viajar al exterior sin uno de sus padres, en comapañía de un tercero o, simplemente, solos.

Hasta agosto de 2005, se otorgaban permisos para que los menores pudieran viajar solos al exterior una y otra vez, indefinidamente, hasta los 21 años de edad, pero a partir de esa fecha las disposiciones de Migraciones cambiaron. Actualmente, ambos padres deben extender su autorización —firmada ante escribano público— cada vez que el chico cruce la frontera solo, con uno de los miembros del matrimonio o con un tercero mayor de edad. Así, por ejemplo, si un menor viaja todos los veranos con su abuela a Punta del Este, necesitará contar con una autorización nueva cada vez que lo haga (aunque se dirija siempre al mismo destino y con el mismo acompañante).

"Las autorizaciones requieren distintos tipos de datos según la edad del menor", explica el escribano Mauricio Fiori. Según establece la Disposición 31.100/2005, en los formularios de los menores de 14 años que viajen solos al exterior se deben incluir los siguientes datos: país de destino (y, dentro de éste, ciudades que se preveen visitar) y nombre, apellido, número de documento y domicilio del adulto que vaya a recibirlo en el extranjero. Si viaja acompañado por un adulto, deberán consignarse los datos del mismo.

La misma Disposición determina que las autorizaciones de viaje para los menores de entre 14 y 17 años deben contener los datos del destino (país y detalle de ciudades) y datos del acompañante —si no viaja solo—, pero no es necesario indicar datos de un mayor receptor en el país de destino. Por su parte, los menores de 6 años que viajan solos o acompañados por terceros mayores de edad que no sean sus padres, están identificados en un registro especial creado por la Dirección de Control Migratorio de la Dirección Nacional de Migraciones. Por último, "para los jóvenes de entre 18 y 21 años, considerados menores adultos, aún rige la Disposición 2.895 del año 1985, que permite no determinar ni destino de viaje ni nombre del acompañante en la autorización firmada por ambos padres ante escribano público".

Via: www.clarin.com

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