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13 julio 2010

Viajes: Escenas de un mundo perfecto por las islas de Tahití, Huahine y Moorea

Allá abajo, en Papeete, es casi medianoche. Hemos seguido en vano a un sol anaranjado en su derrotero hacia el oeste. Y ahora desde la ventanilla del avión, la isla apenas se muestra como un puñado de luces desparramadas al azar. Ninguna seña de identidad, ninguna imagen que deje intuir lo que vendrá. Es casi medianoche en Papeete y en el aeropuerto igual hay un revuelo de rituales. “Ia orana, maeva”, dice una mujer alta y flaca, toda vestida de blanco, a modo de bienvenida. Y coloca un collar de flores multicolores. A un costado, un trío toca el ukelele y entona canciones algo dulzonas, mientras otra mujer con una canasta colgando del brazo sale al paso y entrega una flor blanca y perfumada –tiare, la flor nacional, bastante parecida al jazmín– que hay que colocarse, como lo indica la tradición, detrás de la oreja. Hemos llegado finalmente a Papeete, capital de la isla de Tahití, epicentro de la Polinesia Francesa, luego de un largo vuelo con escalas en Santiago de Chile y la Isla de Pascua. Y nada calma la ansiedad. No es igual a cualquier aeropuerto, el aeropuerto que te han dicho que te deposita en las puertas del paraíso. Ni las flores ni el sonido del ukelele ni las sonrisas genuinas de las mujeres, nada calma las ganas de verlo y comprobarlo todo. Uno cree –lo ha escuchado, lo ha leído, se lo han dicho con decenas de adjetivos– que en esta geografía ahora cubierta por el manto negro de una noche cerrada, aquí, al otro lado del planeta, se acomoda un mundo casi perfecto.


Uno ha escuchado que aquí el mar es el mar más bello de todos los mares del mundo; que los atardeceres desprenden colores nunca antes vistos; que las mujeres que cautivaron a Paul Gauguin y Marlon Brando entran en trance cuando bailan; que los peces de colores saltan por encima de las olas; que los paisajes parecen una ensoñación; que las flores son gigantes; que los habitantes de las islas parecen ser felices. Uno supone, entonces, que aquí, en los remotos mares del Pacífico Sur, se esconde el paraíso. Y espera el momento para comprobarlo.
Del aeropuerto partimos en una combi y atravesamos Papeete. La ciudad, con 180.000 habitantes, es la más poblada de la Polinesia. Con sus casas bajas y una extensa costanera, podría ser a primera vista cualquier pueblito del Caribe. Las calles están llamativamente vacías. Apenas un puñado de jóvenes tomando cerveza en una plazoleta. “La Polinesia se disfruta de día”, aclara el conductor de la combi. Llegamos al hotel Radisson. Las olas rompen con furia a metros de la habitación. Es la una de la mañana en Tahití y habrá que intentar dormir algunas horas, aunque el reloj interno aún ajustado al tiempo de Buenos Aires, marque que recién son las seis de la tarde.

Bajo el sol tropical

Las islas de la Polinesia Francesa son las más aisladas del planeta. Basta con chequearlo en un mapamundi. Tahití queda a 9.000 km de Buenos Aires; a 6.000 de California; a 9.000 de Tokio y a 17.000 de París. Más cerca, la rodean Hawai, Pascua, Samoa, Fiji, Nueva Guinea y Australia.
Bajo el paralelo del Ecuador, la Polinesia es un conjunto de cinco archipiélagos formado por 118 islas dispersas en medio del Pacífico Sur. En total, la superficie de los cinco archipiélagos suma 4.200 km2, que flotan en medio de 4 millones de km2 oceánicos (superficie similar a la del continente europeo). Tahití es el epicentro de las llamadas Islas de la Sociedad, que además incluyen a Moorea, Bora Bora, Maupiti, Tahaa, Huahine y Raiatea, entre otras perlas que flotan entre el cielo y el mar.

Tahití es el punto de llegada y partida de cualquier viaje a la Polinesia. Se le suele dedicar sólo un día de estadía. Es algo así como la antesala del paraíso.

Partimos en una combi por la mañana para recorrer el centro de Papeete. Visitamos primero el James Norman Hall Museum, instalado en la antigua casona donde vivió el escritor de la novela Motín del Bounty, protagonizada en cine por Clark Gable, Marlon Brando y más recientemente por Mel Gibson.

Luego visitamos el Wan Museum Pearl, donde se explican los distintos pasos del cultivo de perlas y se exhiben ejemplares, que en algunos casos llegan a un precio de medio millón de dólares.

Saludos y camisas hawaianas

Al final del recorrido llegamos al mercado, uno de los puntos más genuinos de la ciudad. Es una enorme construcción de dos plantas, estilo galpón, que ocupa una manzana donde se amontonan productos de todo tipo, en medio de un desbordante ambiente de voces, aromas y colores.
Hay entre cientos de mesas apiñadas todo lo que uno se puede imaginar: aros, collares de caracoles, caracoles, remeras con el nombre de las islas, pareos, frutas, frutos de mar y pescados enormes, conservas, aceites para el cuerpo, tikis de todos los tamaños (unos tótems bastante feos, que tienen el supuesto don de proteger a las casas y sus habitantes), perfumes, bolsos, sombreros y varios locales de tatuadores, que están siempre llenos de gente.

Al salir del mercado, un hombre de baja estatura, con un collar de flores y vestido con camisa de mangas cortas, se abre paso, gallardo, entre la gente a pura sonrisa y saludos, aunque no le sean devueltos. Detrás del señor que reparte saludos, cuatro hombres corpulentos lo acompañan hasta un auto. “Es Gaston Sang, el presidente de la Polinesia Francesa. Vino al mercado para la apertura del Congreso del aceite de coco”, apunta el guía de la secretaría de Turismo local, Albert, un gigantón con una camisa hawaiana negra con flores blancas también gigantonas.
Albert dice que estuvo con algunos ex presidentes argentinos; que integró la comitiva que guió por la isla a Carlos Méndez –sí, Méndez repite risueño cuando se le pregunta qué dijo– y a Néstor Kirchner, que aquí también se escapaba de sus custodios, siempre según las incomprobables palabras de Albert.

Hacia Huahine

Las hélices del avión de Air Tahití nos impulsan con rumbo a la isla de Huahine. En el trayecto, nos preguntamos –medio en broma y medio en serio– cómo hará el piloto entre tantas islitas desparramadas en medio del mar, para saber cuál es la indicada para el aterrizaje. A la media hora del despegue, sobrevolamos Huahine.
La vista, ahora sí, a pleno sol, es conmovedora. Desde el aire, la isla parece un cuadro impresionista, con sus montañas tapizadas de un verde brillante y la increíble gama de colores del mar que la abraza. Entre la costa y los anillos de coral, el agua de la Polinesia es celeste y muy calma, al punto que a ese sector se lo llama laguna; pasando los arrecifes, el mar se vuelve esmeralda, turquesa, azul profundo.

Huahine, que en lengua local significa sexo de mujer, es una de las islas más autóctonas de la Polinesia. Para llegar al hotel Te Tiare, uno de los dos grandes resorts de la isla, abordamos un lanchón en el pequeño pueblo de Fare. “Huahine es como Bora Bora hace 50 años, antes del turismo masivo”, se enorgullece un nativo en la lancha.

Atravesamos un mar obscenamente transparente y a los diez minutos llegamos a Te Tiare, construido en una bahía de arenas blancas y aguas turquesas al pie de una montaña selvática. Nos recibe un nativo en el muelle haciendo sonar un caracol gigante. Y otra vez aceptamos inclinar la cabeza y que nos coloquen un collar de flores multicolores.

A la mañana siguiente, nos encontramos con Armando para hacer una excursión náutica alrededor de la isla. Armando es nativo de Huahine, lleva un pareo anaranjado y una escandalosa corona de flores y grandes hojas. Armando juega al “buen salvaje”, aunque a cada rato se olvide del papel. Lleva tres tatuajes: dos guardas en el antebrazo derecho y una en el izquierdo. “Antes los tatuajes hablaban de la historia de una persona. Ahora no, es moda, uno mira un catálogo y se hace el que más le gusta. Son lindos, ¿no?”, dice y se mira los brazos.
La excursión incluye un almuerzo en un motu (isla desierta). Armando prepara los platos a metros del mar turquesa: mahi-mahi (el pescado típico de las islas), lomo de atún frito, cerdo, pollo y una deliciosa ensalada con pez espada cortado en dados, pepino, tomate y zanahoria, condimentada con limón y jugo de coco. Luego arroja restos de comida al mar y a los segundos empezamos a almorzar a metros de centenares de peces de todos los colores y tamaños que sacuden el agua cristalina.

Antes de partir, toca el ukelele y canta, pero repentinamente suena el celular que lleva en su pareo anudado a modo de chiripá, pide un momento y se pone a hablar dándonos la espalda. ¿Quién era?, preguntamos. “Nadie, nadie”, cambia de tema.

Entre tiburones

La lancha avanza sigilosa como un pez por las aguas turquesas. Estamos en medio del mar más bello de todos los mares. Calmo como una pileta y enorme como un desierto. En algunos tramos, el agua se confunde con el cielo, y el mar entonces parece marcar que luego de él ya no hay nada. Y sobreviene una rara sensación de que cualquier cosa puede estar ocurriendo en el mundo en este mismo momento en el que uno sigue concentrado en los colores que la lancha va dejando atrás. Pero Armando pega un grito y anuncia que nos llevará a nadar con tiburones.


”Vamos a ver a Claude”, grita. Claude es un francés sesentón que hace 20 años abandonó París, se radicó en Huahine y adoptó un oficio al menos raro. En un viejo barco anclado a un km de la costa, Claude vive ahora de alimentar tiburones y mostrárselos de cerca a los turistas. Hay que ubicarse detrás de una soga, a unos cinco metros del barco y desde allí con snorkel se puede observar cómo Claude le da de comer a los tiburones. La indicación es tajante: no se puede pasar del otro lado de la soga, donde sólo estarán él y los tiburones.

Los más audaces ya están ubicados en primera fila. Claude golpea el agua con enormes trozos de pescado y a los segundos empiezan a aparecer aletas grises por todos lados. Los tiburones deben tener dos metros de largo. Se pasean desafiantes. Aunque no parecen muy interesados en los turistas que los miran desde cerca, snorkel de por medio. Alguien advierte que los tiburones se pasaron del otro lado de la soga y nadan a nuestras espaldas. Volvemos dando largas brazadas al barco, aunque los tiburones que se nos cruzan cambian de rumbo más rápido que nosotros. Armando ríe con ganas. “Nunca se han comido a un turista”, asegura.

A la noche hablamos del encuentro con los tiburones, mientras disfrutamos de un sahimi de atún rojo y frutos de mar, acompañados por un frutado blanco francés. De sobremesa, aun habrá tiempo para disfrutar desde un ventanal con vista al mar de una enorme mantarraya que se mueve a centímetros de la superficie, tal vez atraída por la luz del hotel.

Otra isla, el mismo mar

El vuelo 261 de Air Tahití nos deposita en media hora en Moorea, la segunda isla en importancia turística luego de Bora Bora. A la mañana siguiente, tomamos otra excursión náutica, que promete llevarnos a un santurario de delfines. La travesía va descubriendo una sucesión de bahías con fondo de montañas de curiosas formas y espesa vegetación. En cada bahía, un hotel con bungalows construidos sobre el agua. En esas habitaciones rústicas por fuera y a todo confort por dentro, hay pisos de cristal para espiar a toda hora la vida acuática.

A la media hora de navegación, llegamos finalmente a una zona donde un centenar de delfines nada en círculos, a menos de un kilómetro de la costa. “Están nadando dormidos, por eso no saltan”, dice Harold, timonel de la embarcación. Más adelante, llegamos a un piletón cercano a la costa. Apenas se detiene la lancha, desde todos lados se acercan mantarrayas.

Están acostumbradas a que las alimenten desde los barcos y acuden a toda velocidad. Como los perros de Pavlov, pero bajo el agua. Apenas se pone un pie en la arena, se vienen encima. Tienen el lomo áspero y la panza algo gelatinosa. Son inofensivas, pero hay que cuidarse de no pisarlas; en ese caso, atacan.


A la noche, asistimos al Tiki Village Theatre, dirigido por Olivier Briac, un coreógrafo francés que acredita haber dirigido a Moria Casán en el Tabarís de Buenos Aires. Ahora comanda un cuerpo de 60 bailarines y un complejo a orillas del mar que aspira a mostrar la auténtica vida de los antiguos habitantes de la Polinesia. Hay tiendas donde se puede ver cómo trabajan los artesanos y viviendas típicas. Todo huele un poco a espectáculo for export, pero el cierre con danzas típicas justifica la visita.

Final del juego

Ultimas imágenes del paraíso. Un ferry nos lleva hasta Tahití. Hay que empezar a pensar en la partida. Pero aún quedan algunas horas de playa. Otra vez, los paisajes hipnotizan. Desde la cubierta, la isla de Tahití parece una ensoñación. Tras el mar azul, entre la bruma, aparece la silueta de la isla con sus casitas colgando de la ladera de la montaña. A la tarde, llueve en el paraíso. Y uno igual no le puede sacar la vista al paisaje. Está nublado y ahora el mar parece haberse vuelto plateado. Las gotas repiquetean contra el piso y las palmeras se zarandean.

Todo dura unos cuantos minutos. Hasta que el sol vuelve a brillar y el mar se convierte otra vez en una pileta turquesa que muere en la arena fina y negra de Papeete. El agua está tibia y los peces nadan en fila india cerca de la costa: azules, rojos, amarillos, anaranjados, fucsias. El mar retiene, aplaza la despedida. Y uno quiere unos minutos más. Y se da el último chapuzón.

Mientras preparo la valija, miro el paisaje por última vez; miro como quien sabe que ya no verá y trato de retenerlo todo. Ha empezado a caer el sol. El mar está planchado, exótico en su inmensidad. En medio de esa nada inabarcable, diminutas, aparecen dos piraguas. Sólo ellas y el sol anaranjado sobre el mar. ¿Qué se sentirá estando tan solo en medio del paraíso? Miro ya en descuento, cuando la partida es un hecho inevitable. Y las últimas imágenes de la Polinesia me siguen pareciendo una ensoñación. No es fácil acostumbrarse a tanta belleza. No es fácil acostumbrarse a la Polinesia.

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