Es el reino de los pantanos, el junco, el yacaré de fauces abiertas, el carpincho y las balsas lentas del atardecer; las islas de plantas entrelazadas y el aguará guazú. Los Esteros del Iberá están conformados por cientos de riachos, arroyos, lagunas, bañados y embalsados, al norte de Mercedes, Corrientes ( Argentina).
Asentado sobre antiguos lechos del río Paraná, Iberá ocupa más de un millón de ha, lo que lo convierte en el segundo humedal más grande del mundo detrás del Pantanal brasileño. Pese a las distancias que los separan de los centros urbanos, acceder a los esteros resulta relativamente sencillo. Lo ideal es desde Colonia Carlos Pellegrini, la “puerta de entrada al humedal”. Este poblado rural –con menos de mil habitantes– se ubica sobre Iberá, una de las mayores lagunas de las sesenta que tienen los esteros. Desde allí es posible internarse a caballo en los pantanos, recorrer senderos que cruzan malezales y navegar las lagunas cuya profundidad varía de uno a tres metros, en botes que guían baqueanos.
Area protegida
Favorecida por las características geográficas que permitieron conservar en gran medida la virginidad natural, la fauna es muy variada. Especies amenazadas encontraron aquí un sitio protegido para su reproducción, como el ciervo de los pantanos, el venado de las pampas, el lobito de río, el yacaré overo, el carpincho, el mono aullador y el aguará guazú, una extraña especie de lobo de costumbres esquivas que sólo puede ser visto de noche, cuando sale a cazar roedores. Hay proyectos que intentan recuperar el yaguareté, extinguido hace casi cien años en Iberá y del que quedan pocos ejemplares en zonas cercanas, como Misiones y Chaco.
En la flora de los esteros, diversa y particular, se destacan el camalote y el irupé, especies acuáticas que toman parte activa en la formación de embalsados, unos conglomerados de vegetación y tierra que flotan a la deriva como grandes islas móviles. Tienen su origen en camalotales, en cuyo entrelazado de raíces se acumula tierra que luego termina convirtiéndose en un islote esponjoso sobre el que viven algunos animales e, incluso, crecen nuevas especies vegetales. Arrastrados sobre el agua por el viento y las corrientes, los embalsados cambian la geografía constantemente y dan lugar a leyendas sobre tierras que aparecen y desaparecen mágicamente de un día a otro.
No hay mejor manera de conocer los esteros que navegándolos. Explorarlos sobre un bote o una piragua permite no sólo vivenciar a pleno la geografía de la región, sino también entrar en contacto directo con los animales y disfrutar de la paz de la naturaleza. Pilotados por baqueanos que los deslizan sobre la superficie ayudados por largas varas de madera, los botes se mueven lentos, orillando los embalsados en la búsqueda de ciervos, carpinchos y yacarés, que suelen asolearse en las riberas. Sobre el agua quieta, el cielo se refleja como en un descomunal espejo, remitiendo a la voz guaraní de la que deriva el vocablo iberá, que significa “agua brillante”. Los guaraníes habitaban la zona a la llegada de los españoles, en el siglo XVI, pero se estima que antes se asentó aquí la etnia amazónica kaingang –“hombres de los bosques”–, que habría llegado a la Mesopotamia en el primer milenio aC.
El epílogo perfecto
Hacer pie sobre los embalsados resulta una experiencia inolvidable: hundido por el peso de los cuerpos, el terreno fangoso de los islotes parece ceder a cada paso. A veces, las piernas se sumergen en un pequeño bañado, en otras se pierde ligeramente el equilibrio tras haber sorteado un malezal. También sentimos que flotamos sobre un insólito colchón, hasta que un ciervo se nos aparece a corta distancia, entre unos pajonales cercanos. Admirándolo, es imposible no pensar en un premio para tanto juicioso andar sobre tierras de dudosa firmeza.
Tras los yacarés de fauces abiertas, aguas convertidas en espejos y ciervos de los bañados, el atardecer es siempre el epílogo perfecto para cualquier navegación por el Iberá. A la hora del último sol, los esteros se van perdiendo en las sombras agigantando ese carácter mítico del que hablan viejos pobladores. Tierras que hoy están y mañana desaparecen, islotes a la deriva; todo es posible en esta geografía cambiante.
Asentado sobre antiguos lechos del río Paraná, Iberá ocupa más de un millón de ha, lo que lo convierte en el segundo humedal más grande del mundo detrás del Pantanal brasileño. Pese a las distancias que los separan de los centros urbanos, acceder a los esteros resulta relativamente sencillo. Lo ideal es desde Colonia Carlos Pellegrini, la “puerta de entrada al humedal”. Este poblado rural –con menos de mil habitantes– se ubica sobre Iberá, una de las mayores lagunas de las sesenta que tienen los esteros. Desde allí es posible internarse a caballo en los pantanos, recorrer senderos que cruzan malezales y navegar las lagunas cuya profundidad varía de uno a tres metros, en botes que guían baqueanos.
Area protegida
Favorecida por las características geográficas que permitieron conservar en gran medida la virginidad natural, la fauna es muy variada. Especies amenazadas encontraron aquí un sitio protegido para su reproducción, como el ciervo de los pantanos, el venado de las pampas, el lobito de río, el yacaré overo, el carpincho, el mono aullador y el aguará guazú, una extraña especie de lobo de costumbres esquivas que sólo puede ser visto de noche, cuando sale a cazar roedores. Hay proyectos que intentan recuperar el yaguareté, extinguido hace casi cien años en Iberá y del que quedan pocos ejemplares en zonas cercanas, como Misiones y Chaco.
En la flora de los esteros, diversa y particular, se destacan el camalote y el irupé, especies acuáticas que toman parte activa en la formación de embalsados, unos conglomerados de vegetación y tierra que flotan a la deriva como grandes islas móviles. Tienen su origen en camalotales, en cuyo entrelazado de raíces se acumula tierra que luego termina convirtiéndose en un islote esponjoso sobre el que viven algunos animales e, incluso, crecen nuevas especies vegetales. Arrastrados sobre el agua por el viento y las corrientes, los embalsados cambian la geografía constantemente y dan lugar a leyendas sobre tierras que aparecen y desaparecen mágicamente de un día a otro.
No hay mejor manera de conocer los esteros que navegándolos. Explorarlos sobre un bote o una piragua permite no sólo vivenciar a pleno la geografía de la región, sino también entrar en contacto directo con los animales y disfrutar de la paz de la naturaleza. Pilotados por baqueanos que los deslizan sobre la superficie ayudados por largas varas de madera, los botes se mueven lentos, orillando los embalsados en la búsqueda de ciervos, carpinchos y yacarés, que suelen asolearse en las riberas. Sobre el agua quieta, el cielo se refleja como en un descomunal espejo, remitiendo a la voz guaraní de la que deriva el vocablo iberá, que significa “agua brillante”. Los guaraníes habitaban la zona a la llegada de los españoles, en el siglo XVI, pero se estima que antes se asentó aquí la etnia amazónica kaingang –“hombres de los bosques”–, que habría llegado a la Mesopotamia en el primer milenio aC.
El epílogo perfecto
Hacer pie sobre los embalsados resulta una experiencia inolvidable: hundido por el peso de los cuerpos, el terreno fangoso de los islotes parece ceder a cada paso. A veces, las piernas se sumergen en un pequeño bañado, en otras se pierde ligeramente el equilibrio tras haber sorteado un malezal. También sentimos que flotamos sobre un insólito colchón, hasta que un ciervo se nos aparece a corta distancia, entre unos pajonales cercanos. Admirándolo, es imposible no pensar en un premio para tanto juicioso andar sobre tierras de dudosa firmeza.
Tras los yacarés de fauces abiertas, aguas convertidas en espejos y ciervos de los bañados, el atardecer es siempre el epílogo perfecto para cualquier navegación por el Iberá. A la hora del último sol, los esteros se van perdiendo en las sombras agigantando ese carácter mítico del que hablan viejos pobladores. Tierras que hoy están y mañana desaparecen, islotes a la deriva; todo es posible en esta geografía cambiante.