Coyacán es, además, el lugar donde nació, amó y murió la pintora Frida Kahlo, un laberinto de calles con aires coloniales donde abundan las librerías, galerías de arte, centros culturales, cafés, restaurantes con terrazas que huelen a tortillas y un zócalo donde la Catedral y el ayuntamiento dan cuenta del barroco mexicano. Grandes mansiones remiten a una fundación franciscana y en una sola calle, la Francisco Sosa, hay al menos 65 edificios que son patrimonio histórico.
Por sus calles empedradas, las caminatas se hacen una aventura a cada paso: aquí, las casonas pintadas de púrpura y amarillo vibrante; allí los jardines con verdes intensos y fuentes de agua. Museos, espectáculos de danza, foros de teatro independiente, el mercado y las tiendas que expresan el ser mexicano en cada detalle impregnan el aire de fiesta. Rico en eclecticismos, se vislumbra en una esquina el fantasma de León Trotsky y en otra, el del poeta Octavio Paz, ambos vecinos ilustres del barrio.
Desde un bar, suena la música del mariachi Vargas. Más adelante –ya cerca del centro– la voz de la gran Chavela Vargas sale de una radio que un viejo sentado en la vereda sostiene contra la oreja. No sólo emociona por su profundo canto. Ella fue testigo de los tiempos en que la Casa Azul, donde vivía el tempestuoso matrimonio de Frida Kahlo y el muralista Diego Rivera, era centro de tertulias ilustradas.
En el refugio de Frida
En la esquina de Londres y Allende está la vivienda –hoy museo– que compartieron estos dos grandes artistas mexicanos. Tras las paredes azul cobalto, con aberturas verdes y ventanas anaranjadas, ellos construyeron su mundo público y privado. Porque su intimidad era, si se quiere, frágil: siempre estaban rodeados de huéspedes o con reuniones a las que concurrían magnates como Nelson Rockefeller, músicos de la talla de George Gershwin, actrices mexicanas como María Félix y Dolores Vidal, así como Chavela Vargas, en el último tiempo.
Aquella época gloriosa acabó con la muerte de Frida, a los 47 años en 1954. Sin embargo, la impronta de la turbulenta y apasionada vida conyugal, así como las costumbres de la sociedad de entonces, están en toda la casa. En el centro está el jardín, repleto de estatuillas con ídolos precolombinos y una exuberante vegetación. El salón y la cocina están decorados con un purísimo estilo mexicano. El dormitorio está junto a la cocina y en un perchero cuelga la ropa de trabajo del gran muralista. Sobre la cama, hay un almohadón bordado por Frida donde reza: “No me olvides, amor mío”. A un costado, el caballete que le regaló Rockefeller y, por todos lados, gran profusión de espejos a los que acudía para pintar sus autorretratos. Su sillón de ruedas está en el estudio, que da al jardín. Cuadros suyos y de Rivera se exhiben junto a películas que proyectan algunos pasajes de su vida, marcada por el compromiso político.
Al menos otras dos casas despiertan gran curiosidad: la de la Malinche y la de Hernán Cortés. La primera está justo enfrente del Jardín de la Conchita, y fue erigida en el siglo XVI. Tiene muros rojos y gruesos, y grandes ventanales con barrotes de hierro. Le dicen “La Colorada”. Se cree que allí vivieron durante un año, hacia 1521 o 1522, Hernán Cortés y su compañera tabasqueña. Actualmente está habitada por los pintores mexicanos Rina Lazo y Arturo García Bustos que abren las puertas al visitante. Está entre las calles Vallarta e Higuera.
La casa de Cortés es la Casa Municipal ubicada en el zócalo, con reformas realizadas en el siglo XVIII. Museos interesantes resultan el de Anahuacalli, ideado por Pedro Rivera, que recrea el mundo prehispánico y el Nacional de Culturas Populares.
El barrio de la cultura
¿Pero cuál es el punto ideal para iniciar el descubrimiento de Coyoacán? Sin duda, la plaza principal llamada Jardín Hidalgo, con su glorieta de cúpula vidriada y, sobre un costado, la parroquia de San Juan Bautista y sus siete capillas. Este es el epicentro de la vida social del barrio. Cerca están las ferias de artesanías y los espacios verdes como el Parque de los Viveros, con su bosque de acacias, el parque Xicotencati, próximo al museo de las Intervenciones y al Centro Nacional de las Artes. También aquí está el Campus de la Ciudad Universitaria –la UNAM, la mayor de América Latina– en la zona Los Pedregales, con un Centro Cultural muy activo.
Con las primeras sombras se encienden las luces de las cantinas, como La Guadalupana, que está en la esquina de Higuera y Caballocalco. Los grupos se van reuniendo y entran a beber cervezas con botanas, nombre que se les da a los platillos que componen una picada a la mexicana. No faltan los taquitos y las enchiladas, los nachos y el guacamole.Pura algarabía, especialmente de viernes a domingo, con peñas donde canta el que quiere y hay músicos que tocan, por ejemplo, “Adiós, muchachos” haciendo caso omiso al 2x4 y convirtiendo el tango en un lamento digno de Cuco Sánchez.
Por las tardes, un buen programa es visitar la Cineteca Nacional con filmes mexicanos de antología. Otro es revisar la cartelera del Centro Nacional de las Artes (CNA) donde dan espectáculos de buen nivel. Puede ocurrir que entre el público veamos a la escritora Ángeles Mastretta o, tal vez, a otra pluma consagrada como Laura Esquivel.
Cuando es época de la Feria del Libro, aunque se monta en el zócalo del DF, Coyoacán se contagia: sus librerías y puestos callejeros de libros y revistas usados, sacan “tesoros” de las estanterías. Para comprar recuerdos está la feria de artesanías, por la calle Aguayo hacia el sur. Allí hay de todo: pintorescos árboles de la vida inspirados en el Génesis, que aunque son originarios de Metepec, a 50 km, son piezas tan típicas como únicas. Otra opción son los amates, tapices coloridos o dorados pintados sobre la parte interna de la corteza de los árboles. Los hay muy delgados, como el papel, y son ornamentos que usaban los aztecas.
Después de un fin de semana coyoacanense, el cuerpo pide una tregua. Debería haber, en alguna parte, un cartel que advirtiera: “Coyoacán, un lugar intenso. Como el buen tequila, bébase con moderación”.