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13 julio 2010

Viajes: Escenas de un mundo perfecto por las islas de Tahití, Huahine y Moorea

Allá abajo, en Papeete, es casi medianoche. Hemos seguido en vano a un sol anaranjado en su derrotero hacia el oeste. Y ahora desde la ventanilla del avión, la isla apenas se muestra como un puñado de luces desparramadas al azar. Ninguna seña de identidad, ninguna imagen que deje intuir lo que vendrá. Es casi medianoche en Papeete y en el aeropuerto igual hay un revuelo de rituales. “Ia orana, maeva”, dice una mujer alta y flaca, toda vestida de blanco, a modo de bienvenida. Y coloca un collar de flores multicolores. A un costado, un trío toca el ukelele y entona canciones algo dulzonas, mientras otra mujer con una canasta colgando del brazo sale al paso y entrega una flor blanca y perfumada –tiare, la flor nacional, bastante parecida al jazmín– que hay que colocarse, como lo indica la tradición, detrás de la oreja. Hemos llegado finalmente a Papeete, capital de la isla de Tahití, epicentro de la Polinesia Francesa, luego de un largo vuelo con escalas en Santiago de Chile y la Isla de Pascua. Y nada calma la ansiedad. No es igual a cualquier aeropuerto, el aeropuerto que te han dicho que te deposita en las puertas del paraíso. Ni las flores ni el sonido del ukelele ni las sonrisas genuinas de las mujeres, nada calma las ganas de verlo y comprobarlo todo. Uno cree –lo ha escuchado, lo ha leído, se lo han dicho con decenas de adjetivos– que en esta geografía ahora cubierta por el manto negro de una noche cerrada, aquí, al otro lado del planeta, se acomoda un mundo casi perfecto.


Uno ha escuchado que aquí el mar es el mar más bello de todos los mares del mundo; que los atardeceres desprenden colores nunca antes vistos; que las mujeres que cautivaron a Paul Gauguin y Marlon Brando entran en trance cuando bailan; que los peces de colores saltan por encima de las olas; que los paisajes parecen una ensoñación; que las flores son gigantes; que los habitantes de las islas parecen ser felices. Uno supone, entonces, que aquí, en los remotos mares del Pacífico Sur, se esconde el paraíso. Y espera el momento para comprobarlo.
Del aeropuerto partimos en una combi y atravesamos Papeete. La ciudad, con 180.000 habitantes, es la más poblada de la Polinesia. Con sus casas bajas y una extensa costanera, podría ser a primera vista cualquier pueblito del Caribe. Las calles están llamativamente vacías. Apenas un puñado de jóvenes tomando cerveza en una plazoleta. “La Polinesia se disfruta de día”, aclara el conductor de la combi. Llegamos al hotel Radisson. Las olas rompen con furia a metros de la habitación. Es la una de la mañana en Tahití y habrá que intentar dormir algunas horas, aunque el reloj interno aún ajustado al tiempo de Buenos Aires, marque que recién son las seis de la tarde.

Bajo el sol tropical

Las islas de la Polinesia Francesa son las más aisladas del planeta. Basta con chequearlo en un mapamundi. Tahití queda a 9.000 km de Buenos Aires; a 6.000 de California; a 9.000 de Tokio y a 17.000 de París. Más cerca, la rodean Hawai, Pascua, Samoa, Fiji, Nueva Guinea y Australia.
Bajo el paralelo del Ecuador, la Polinesia es un conjunto de cinco archipiélagos formado por 118 islas dispersas en medio del Pacífico Sur. En total, la superficie de los cinco archipiélagos suma 4.200 km2, que flotan en medio de 4 millones de km2 oceánicos (superficie similar a la del continente europeo). Tahití es el epicentro de las llamadas Islas de la Sociedad, que además incluyen a Moorea, Bora Bora, Maupiti, Tahaa, Huahine y Raiatea, entre otras perlas que flotan entre el cielo y el mar.

Tahití es el punto de llegada y partida de cualquier viaje a la Polinesia. Se le suele dedicar sólo un día de estadía. Es algo así como la antesala del paraíso.

Partimos en una combi por la mañana para recorrer el centro de Papeete. Visitamos primero el James Norman Hall Museum, instalado en la antigua casona donde vivió el escritor de la novela Motín del Bounty, protagonizada en cine por Clark Gable, Marlon Brando y más recientemente por Mel Gibson.

Luego visitamos el Wan Museum Pearl, donde se explican los distintos pasos del cultivo de perlas y se exhiben ejemplares, que en algunos casos llegan a un precio de medio millón de dólares.

Saludos y camisas hawaianas

Al final del recorrido llegamos al mercado, uno de los puntos más genuinos de la ciudad. Es una enorme construcción de dos plantas, estilo galpón, que ocupa una manzana donde se amontonan productos de todo tipo, en medio de un desbordante ambiente de voces, aromas y colores.
Hay entre cientos de mesas apiñadas todo lo que uno se puede imaginar: aros, collares de caracoles, caracoles, remeras con el nombre de las islas, pareos, frutas, frutos de mar y pescados enormes, conservas, aceites para el cuerpo, tikis de todos los tamaños (unos tótems bastante feos, que tienen el supuesto don de proteger a las casas y sus habitantes), perfumes, bolsos, sombreros y varios locales de tatuadores, que están siempre llenos de gente.

Al salir del mercado, un hombre de baja estatura, con un collar de flores y vestido con camisa de mangas cortas, se abre paso, gallardo, entre la gente a pura sonrisa y saludos, aunque no le sean devueltos. Detrás del señor que reparte saludos, cuatro hombres corpulentos lo acompañan hasta un auto. “Es Gaston Sang, el presidente de la Polinesia Francesa. Vino al mercado para la apertura del Congreso del aceite de coco”, apunta el guía de la secretaría de Turismo local, Albert, un gigantón con una camisa hawaiana negra con flores blancas también gigantonas.
Albert dice que estuvo con algunos ex presidentes argentinos; que integró la comitiva que guió por la isla a Carlos Méndez –sí, Méndez repite risueño cuando se le pregunta qué dijo– y a Néstor Kirchner, que aquí también se escapaba de sus custodios, siempre según las incomprobables palabras de Albert.

Hacia Huahine

Las hélices del avión de Air Tahití nos impulsan con rumbo a la isla de Huahine. En el trayecto, nos preguntamos –medio en broma y medio en serio– cómo hará el piloto entre tantas islitas desparramadas en medio del mar, para saber cuál es la indicada para el aterrizaje. A la media hora del despegue, sobrevolamos Huahine.
La vista, ahora sí, a pleno sol, es conmovedora. Desde el aire, la isla parece un cuadro impresionista, con sus montañas tapizadas de un verde brillante y la increíble gama de colores del mar que la abraza. Entre la costa y los anillos de coral, el agua de la Polinesia es celeste y muy calma, al punto que a ese sector se lo llama laguna; pasando los arrecifes, el mar se vuelve esmeralda, turquesa, azul profundo.

Huahine, que en lengua local significa sexo de mujer, es una de las islas más autóctonas de la Polinesia. Para llegar al hotel Te Tiare, uno de los dos grandes resorts de la isla, abordamos un lanchón en el pequeño pueblo de Fare. “Huahine es como Bora Bora hace 50 años, antes del turismo masivo”, se enorgullece un nativo en la lancha.

Atravesamos un mar obscenamente transparente y a los diez minutos llegamos a Te Tiare, construido en una bahía de arenas blancas y aguas turquesas al pie de una montaña selvática. Nos recibe un nativo en el muelle haciendo sonar un caracol gigante. Y otra vez aceptamos inclinar la cabeza y que nos coloquen un collar de flores multicolores.

A la mañana siguiente, nos encontramos con Armando para hacer una excursión náutica alrededor de la isla. Armando es nativo de Huahine, lleva un pareo anaranjado y una escandalosa corona de flores y grandes hojas. Armando juega al “buen salvaje”, aunque a cada rato se olvide del papel. Lleva tres tatuajes: dos guardas en el antebrazo derecho y una en el izquierdo. “Antes los tatuajes hablaban de la historia de una persona. Ahora no, es moda, uno mira un catálogo y se hace el que más le gusta. Son lindos, ¿no?”, dice y se mira los brazos.
La excursión incluye un almuerzo en un motu (isla desierta). Armando prepara los platos a metros del mar turquesa: mahi-mahi (el pescado típico de las islas), lomo de atún frito, cerdo, pollo y una deliciosa ensalada con pez espada cortado en dados, pepino, tomate y zanahoria, condimentada con limón y jugo de coco. Luego arroja restos de comida al mar y a los segundos empezamos a almorzar a metros de centenares de peces de todos los colores y tamaños que sacuden el agua cristalina.

Antes de partir, toca el ukelele y canta, pero repentinamente suena el celular que lleva en su pareo anudado a modo de chiripá, pide un momento y se pone a hablar dándonos la espalda. ¿Quién era?, preguntamos. “Nadie, nadie”, cambia de tema.

Entre tiburones

La lancha avanza sigilosa como un pez por las aguas turquesas. Estamos en medio del mar más bello de todos los mares. Calmo como una pileta y enorme como un desierto. En algunos tramos, el agua se confunde con el cielo, y el mar entonces parece marcar que luego de él ya no hay nada. Y sobreviene una rara sensación de que cualquier cosa puede estar ocurriendo en el mundo en este mismo momento en el que uno sigue concentrado en los colores que la lancha va dejando atrás. Pero Armando pega un grito y anuncia que nos llevará a nadar con tiburones.


”Vamos a ver a Claude”, grita. Claude es un francés sesentón que hace 20 años abandonó París, se radicó en Huahine y adoptó un oficio al menos raro. En un viejo barco anclado a un km de la costa, Claude vive ahora de alimentar tiburones y mostrárselos de cerca a los turistas. Hay que ubicarse detrás de una soga, a unos cinco metros del barco y desde allí con snorkel se puede observar cómo Claude le da de comer a los tiburones. La indicación es tajante: no se puede pasar del otro lado de la soga, donde sólo estarán él y los tiburones.

Los más audaces ya están ubicados en primera fila. Claude golpea el agua con enormes trozos de pescado y a los segundos empiezan a aparecer aletas grises por todos lados. Los tiburones deben tener dos metros de largo. Se pasean desafiantes. Aunque no parecen muy interesados en los turistas que los miran desde cerca, snorkel de por medio. Alguien advierte que los tiburones se pasaron del otro lado de la soga y nadan a nuestras espaldas. Volvemos dando largas brazadas al barco, aunque los tiburones que se nos cruzan cambian de rumbo más rápido que nosotros. Armando ríe con ganas. “Nunca se han comido a un turista”, asegura.

A la noche hablamos del encuentro con los tiburones, mientras disfrutamos de un sahimi de atún rojo y frutos de mar, acompañados por un frutado blanco francés. De sobremesa, aun habrá tiempo para disfrutar desde un ventanal con vista al mar de una enorme mantarraya que se mueve a centímetros de la superficie, tal vez atraída por la luz del hotel.

Otra isla, el mismo mar

El vuelo 261 de Air Tahití nos deposita en media hora en Moorea, la segunda isla en importancia turística luego de Bora Bora. A la mañana siguiente, tomamos otra excursión náutica, que promete llevarnos a un santurario de delfines. La travesía va descubriendo una sucesión de bahías con fondo de montañas de curiosas formas y espesa vegetación. En cada bahía, un hotel con bungalows construidos sobre el agua. En esas habitaciones rústicas por fuera y a todo confort por dentro, hay pisos de cristal para espiar a toda hora la vida acuática.

A la media hora de navegación, llegamos finalmente a una zona donde un centenar de delfines nada en círculos, a menos de un kilómetro de la costa. “Están nadando dormidos, por eso no saltan”, dice Harold, timonel de la embarcación. Más adelante, llegamos a un piletón cercano a la costa. Apenas se detiene la lancha, desde todos lados se acercan mantarrayas.

Están acostumbradas a que las alimenten desde los barcos y acuden a toda velocidad. Como los perros de Pavlov, pero bajo el agua. Apenas se pone un pie en la arena, se vienen encima. Tienen el lomo áspero y la panza algo gelatinosa. Son inofensivas, pero hay que cuidarse de no pisarlas; en ese caso, atacan.


A la noche, asistimos al Tiki Village Theatre, dirigido por Olivier Briac, un coreógrafo francés que acredita haber dirigido a Moria Casán en el Tabarís de Buenos Aires. Ahora comanda un cuerpo de 60 bailarines y un complejo a orillas del mar que aspira a mostrar la auténtica vida de los antiguos habitantes de la Polinesia. Hay tiendas donde se puede ver cómo trabajan los artesanos y viviendas típicas. Todo huele un poco a espectáculo for export, pero el cierre con danzas típicas justifica la visita.

Final del juego

Ultimas imágenes del paraíso. Un ferry nos lleva hasta Tahití. Hay que empezar a pensar en la partida. Pero aún quedan algunas horas de playa. Otra vez, los paisajes hipnotizan. Desde la cubierta, la isla de Tahití parece una ensoñación. Tras el mar azul, entre la bruma, aparece la silueta de la isla con sus casitas colgando de la ladera de la montaña. A la tarde, llueve en el paraíso. Y uno igual no le puede sacar la vista al paisaje. Está nublado y ahora el mar parece haberse vuelto plateado. Las gotas repiquetean contra el piso y las palmeras se zarandean.

Todo dura unos cuantos minutos. Hasta que el sol vuelve a brillar y el mar se convierte otra vez en una pileta turquesa que muere en la arena fina y negra de Papeete. El agua está tibia y los peces nadan en fila india cerca de la costa: azules, rojos, amarillos, anaranjados, fucsias. El mar retiene, aplaza la despedida. Y uno quiere unos minutos más. Y se da el último chapuzón.

Mientras preparo la valija, miro el paisaje por última vez; miro como quien sabe que ya no verá y trato de retenerlo todo. Ha empezado a caer el sol. El mar está planchado, exótico en su inmensidad. En medio de esa nada inabarcable, diminutas, aparecen dos piraguas. Sólo ellas y el sol anaranjado sobre el mar. ¿Qué se sentirá estando tan solo en medio del paraíso? Miro ya en descuento, cuando la partida es un hecho inevitable. Y las últimas imágenes de la Polinesia me siguen pareciendo una ensoñación. No es fácil acostumbrarse a tanta belleza. No es fácil acostumbrarse a la Polinesia.

09 julio 2010

Viajes: Minneapolis - St.Paul, las ciudades gemelas

Las dos ciudades más grandes del estado de Minneapolis son Minneapolis y St. Paul. Juntas son conocidas como las Ciudades Gemelas, y en la zona se las llama simplemente “The cities“. El Río Mississippi divide las dos ciudades y,cada una tiene un estilo diferente.

Minneapolis, es una metrópolis moderna y St. Paul, con su ambiente histórico, es más a la vieja usanza. Ambas comparten algunas cosas, como los equipos deportivos. El equipo de fútbol americano Los Vikingos, el equipo de básquetbol Timberwolves y el equipo de béisbol Twins juegan en Minneapolis, mientras que el equipo de jockey Wild, juega en St. Paul.

¿Qué ver en Minneapolis-St.Paul?

Jardín de Esculturas de Minneapolis, una atracción gratuita con la reconocida escultura llamada “Puente de Cuchara con Cereza“ de Claes Oldenburg. A poca distancia está el Museo de Arte Walker, con programas y exhibiciones de arte contemporáneo, visual e interpretativo.

Zona de Uptown: esta es la zona gastronómica por excelencia. Si el clima lo permite, podrás comer en alguna terraza al aire libre. Esta zona tiene muchas opciones de comida y no está lejos de …

Cadena de los Lagos, cuatro lagos que son fantásticos para divertirse al aire libre. Hay un circuito para bicicletas que rodea los lagos y siempre está lleno de ciclistas y personas patinando o corriendo. Se pueden alquilar canoas y kayaks. En el Escenario Cubierto del Lago Harriet siempre tiene alguna clase de espectáculo musical en vivo.

Llegando a St.Paul, cruzando el río, veremos dos grandes edificios con cúpulas redondas. La cúpula blanca y dorada pertenece al Capitolio Estatal de Minnesota y la otra, situada sobre una colina, es la Catedral católica de St. Paul. Hay visitas guiadas por la catedral de lunes a viernes a las 13 hs, son gratuitas.

Avenida Summit: donde se encuentran las antiguas mansiones victorianas nacidas a la luz del dinero del ferrocarril, allá por mediadis del siglo XIX. Algunas de las casas más antiguas de la región se encuentran aquí, por ejemplo la James.J.Hill House, de un magnate ferroviario y que puede ser visitada.

El Parque Zoológico y Conservatorio Como en St. Paul es, aunque no lo crea, un zoológico gratuito, aunque te pidan una donación de 2 dólares. La exhibición más nueva es la “Odisea del Oso Polar“. Este verano, el zoológico recibió a dos osos polares mellizos, Buzz y Neil.

Las Ciudades Gemelas son famosas por su gigantesco Mall de América, con más de 520 tiendas, cuatro tiendas principales: Macys, Bloomingdales, Nordstrom y Sears, y un montón de opciones para divertirse: el Universo de Nickelodeon y un parque de diversiones cubierto en el centro del mall. En la planta baja está el Acuario Aventuras Bajo el Agua. También encontrarás un cine, una cancha de golf de miniatura con 18 hoyos y el un Laberinto de los Espejos. Este centro comercial se encuentra en el barrio de Bloomington.

¿Qué ver en la zona?

Minnesota, la tierra de los 10.000 lagos (aunque son mas de 11.000) es conocida por sus peculiares atracciones turísticas junto a la ruta, muchas de las cuales se pueden explorar con un corto viajecito de un día por los afueras de las Ciudades Gemelas.

El Museo de SPAM está unos 160 km al sur de las Ciudades Gemelas, en el pueblo de Austin, al este de la autopista interestatal 35. Un museo dedicado al picadillo de carne enlatado (!)

En Darwin, Minnesota, a 75 km al oeste de Minneapolis, está La Bola de Hilo Más Grande del Mundo Enrollada por un Hombre. Esta bola fue iniciada y acabada por Francis A. Johnson, quien trabajó enrollando hilo cuatro horas por día. Hoy en día, la famosa bola de hilo está en exposición 24 horas al día, en una exhibición cubierta.

Por lo que ven, las “Ciudades Gemelas” nos pintan un típico retrato americano. Encontrarás todo lo que esperas ver: muy “American style”

El acuario de Oberhausen, donde vive el pulpo Paul

En el Mundial de Fútbol de Sudáfrica 2010, un animalito perteneciente a un acuario alemán ha ganado una notoriedad nunca imaginada. Se trata del pulpo Paul, que vive en Sea Life, un complejo de vida submarina de la ciudad de Oberhausen, al oeste del país.

Es que parece que Paul tiene poderes especiales de videncia, y ha sido capaz de acertar el resultado de todos los partidos que la selección alemana se ha disputado en este mundial, incluyendo la derrota ante Serbia – algo que desde luego era difícil de pronosticar –, y por supuesto el triunfo español en la semifinal.

De hecho, acertó también todos los partidos de la última Eurocopa…menos la final, donde dio ganador al equipo teutón que finalmente perdió ante España.

Turismo: Las mejores playas de Cuba

Cuba es uno de los mejores destinos de vacaciones de verano por los que puedes optar en el Mar Caribe. Es sensacional pues tiene de todo bastante: bastante de naturaleza hermosa, bastante de playas soberbias y bastante de rica e interesante historia. Pero bien, que si se trata de vacaciones de verano no hay como estar acostado en una playa de arenas blancas mirando el mar turquesa manso como una piscina, ¿no es cierto? Por eso, hice una selección de las mejores playas de Cuba:

. Playa Paraíso y Playa Sirena: estas dos playas están conectadas y son espectaculares. Son lenguas de arenas blancas sobre la costa de Cayo Largo del Sur, en el extremo occidental y protegido de la isla. Sobre la playa Paraíso hay un simple restaurante y el hecho de que no hay nada más solo le suma privacidad y encanto.

. Varadero: imposible no nombrar este destino. Es la playa premier que ofrecen todas las agencias. Eso sí, por eso mismo siempre tiene mucha gente, mucho hotel y mucho de todo. Pero es una buena opción ya que está muy cerca de La Habana y tiene una extensión de 21 kilómetros de playa ininterrumpida. Hermoso.


. Playa Ensenachos y Playa Mégano: ambas están situadas en Cayo Ensenachos, una isla muy pequeña que es parte de la Cayería del Norte. Es ideal para nadar porque se forma una piscina natural de casi 100 metros de extensión.

. Playa Ancón: otro clásico. Se trata de una fabulosa playa de arenas blancas que está realmente muy cerca de uno de los mayores tesoros de Cuba: la ciudad de Trinidad. Cultura colonial y naturaleza, una genial combinación.

. Cayo Coco y Cayo Guillermo: mis favoritos. Estos pequeños cayos son lugares hermosos, sobre la costa norte, y están separados de la isla mayor por una carretera artificial que se mete en las aguas, como si viajaras derecho al Paraíso. Son sitios geniales para disfrutar del sol y hacer snorkel y buceo.

. Cayo Sabinal: otro pequeño cayo pero esta vez sobre la costa noreste. Sus playas resplandecen, tiene arrecifes de corales y no hay facilidades para el turismo pero sí una rica flora y fauna.

. Guardalavaca: es un balneario muy bonito y bastante visitado aunque no tanto como Varadero. Hay una interesante zona de arqueología precolombina, mucha vegetación tropical, arenas blancas y aguas color turquesa.

06 julio 2010

Un hotel de lujo para mascotas en Disney World de Florida

Quienes tenemos mascotas domésticas sabemos del cariño y fidelidad que estos animalitos nos brindan y por ello se merecen lo mejor. Ahora, quienes elijan el centro de diversión Disney World de la Florida como destino de vacaciones y viajen junto a sus mascotas, tendrán la oportunidad de alojarlos en un establecimiento a todo lujo para nuestros queridos amigos.

Se trata del hotel Best Friends Pet Care Resort que muy pronto será inaugurado en el Walt Disney World Resort, en Florida, y que será manejado por la compañía Best Friends Pet Care Inc, fundada en 1991, la cual ya cuenta con más de 40 centros de cuidado de mascotas en 18 estados de Estados Unidos, como también cinco hoteles para perros en Walt Disney World Resort, que serán sustituidos con la inauguración del nuevo centro vacacional de mascotas.

El nuevo Hotel Best Friends Pet Care Resort tendrá más de 4.000 metros cuadrados con caminos, áreas de juego y espacio para alojar a hasta 270 perros y 30 gatos por una noche, así como pequeñas mascotas como hámsters, cobayos, conejos y hurones. Pero para animales que les gusta el confort, el hotel también contará con cuatro habitaciones VIP con televisor, camas en alto y patios privados, un parque acuático sólo para caninos de 121 metros cuadrados, un salón de aseo, camas ortopédicas, y atenciones especiales, tales como helados o atún para picar.

Viajes: Bahía, la de los mágicos rincones de Brasil

La emoción y la certeza de llegar a un lugar único se experimenta ya al sobrevolar Salvador de Bahía . Aunque toque el asiento del medio en la fila de tres, la ventanilla del avión dispara la primera impresión de esta ciudad que es puerta de entrada al nordeste de Brasil : un mar brillante por el sol del mediodía y algunos barrios de casas bajas, parejitas, interrumpidos por morros de arena blanquísima.

Una vez en tierra, golpean los 32 grados de sensación térmica. Recién llegados, nos sumergimos en los relatos de Jorge, que además de guía es cantante aficionado y tiene, para cada rincón de Salvador, versos apropiados. Al llegar a la playa de Itapuã , se despacha con un estribillo de Vinicius: “É bom passar uma tarde em Itapoã/ Ao sol que arde em Itapoã/ Ouvir o mar de Itapoã/ Falar de amor em Itapoã”.

Recorremos la costanera y descubrimos esa influencia portuguesa, por ejemplo, en las veredas de piedras blancas y negras. Ese contraste cromático también está en la gente: Bahía tiene un 80% de población negra y la influencia africana es muy fuerte. El sincretismo religioso es una de las pruebas de ello, por el que conviven el catolicismo y los dioses del afrobrasileño culto candomblé. Esas mujeres bahianas con sus vestidos impecablemente blancos, sus collares coloridos, sus pañuelos en la cabeza y esos hombres fibrosos que hacen capoeira son una fiesta.

Luego subimos al Pelourinho, el corazón de Salvador, su casco histórico, en la parte alta de la ciudad. Allí las calles son empedradas y empinadas, por momentos más angostas, por momentos más anchas, como cuando uno se topa con el edificio celeste de la Fundación Jorge Amado, el escritor bahiano que eligió ese paisaje para su novela “Doña Flor y sus dos maridos”.

Casas a dos aguas con muchas ventanas de marcos blancos y vidrio partido, cada una de un color diferente son foco de las fotos mientras algunos vendedores abordan a los turistas: tienen sus brazos llenos de collares, eligen uno para regalar y te lo cuelgan del cuello. El primero te lo regalan, el segundo te lo venden, claro. La tarde va cayendo entre artistas callejeros y negocios de artesanías y souvenirs.

Los pasos desembocan en la iglesia de San Francisco, del siglo XVIII. Su interior está íntegramente trabajado en oro y es realmente deslumbrante. Las iglesias compiten en belleza; cada una con su encanto particular.

El programa indica que hay que ir despidiéndose de Salvador porque Praia do Forte espera, 60 km más al norte. Es hora de volver a la ciudad baja en el Elevador Lacerda, un ascensor público de estilo art decó que recorre los 72 metros que separan a la ciudad alta de la baja. Ya abajo, frente al puerto, el sol desapareció y no ilumina las fachadas coloniales, desperdigadas en esa muralla natural que cae abruptamente sobre la bahía.

Tras una seguidilla de pueblitos por la llamada Ruta de los Cocoteros, Praia do Forte recibe con su brisa húmeda y su esplendoroso horizonte marino del atardecer.

Al día siguiente, este pueblo de pescadores, hoy bastión del turismo ecológico, revela su hermosura al calor del sol. Recostada sobre el mar de agua transparente, “la vila” consta de unas pocas callecitas, con una peatonal principal repleta de árboles, negocios, restaurantes y bares con mesas afuera.La modesta iglesia de San Francisco, con sus dos pequeñas arcadas en la entrada y sus ventanitas que dan a la playa, es otro de los puntos más pintorescos de Praia do Forte, al lado de la arena.

Esa misma iglesia, cuando la noche ya haya caído, se verá iluminada en todo su contorno con pequeñas lucecitas mientras un grupo de mujeres vestidas de blanco canten a cappella con el cura para recordar, una vez más, que la alegría es brasileña.

Pero antes de eso hay una visita al Castillo García D’Avila, uno de los sitios arqueológicos más importantes de Brasil y el lugar que le da nombre al pueblo. Es una casa fortificada que comenzó a ser construida en 1551 y se terminó en 1624, ubicada en la parte más elevada del terreno, a 3 km del mar. Los arqueólogos realizan allí un importante trabajo de restauración de la casa, la iglesia y de más de 30.000 objetos hallados.

De vuelta en Praia do Forte, llegamos al Proyecto Tamar, que protege a las tortugas marinas. Existen siete especies en el mundo y cuatro desovan en estas playas. Además de la preservación de las tortugas, el objetivo del centro es educar sobre la amenaza que representa para estos animales la contaminación de su hábitat.

A las 4 y media de la tarde, nos dirigimos hasta la arena porque es hora de liberar al mar a 23 tortuguitas marinas. Los turistas filman y sacan fotos. Se desplazan con esfuerzo y, cuando la primera llega al mar, se escuchan aplausos y gritos.

También en la vila está el Instituto Baleia Jubarte (ballena jorobada), ligado a la conservación de esos cetáceos. Otro de los encantos del lugar son las piscinas naturales que se forman cuando la marea baja y son ideales para practicar snorkel.

Praia do Forte está inmersa en la gran Mata de São João , ese paraíso tropical que tiene su versión más salvaje en la cercana Reserva de Sapiranga , unas 600 ha protegidas en las que vale la pena internarse para hacer una caminata o un paseo en cuatriciclo para terminar tirándose en una tirolesa sobre el río.

Aunque las actividades de aventura abundan, Praia do Forte también es “o lugar perfeito para fazer absolutamente nada”, sobre todo en este resort 5 estrellas que lleva el nombre del pueblo y en el que todo es perfecto. La estructura en armonía con la naturaleza, las piscinas que son una continuación del océano y un espléndido spa.

Y uno vuelve trayendo esa botella de cachaça con la firme esperanza de revivir aquellos días bahianos, pero, claro, fracasa. Por más que suene el CD de Vinicius y uno le ponga mucha onda a la preparación de la caipirinha, no es lo mismo. Habrá que volver.

Turismo: Coyoacán, bohemia a la mexicana

No fue sino hasta mediados del siglo XX cuando el barrio de Coyoacán quedó inmerso en la Ciudad de México y se convirtió en el corazón bohemio y cultural del DF. De ser la villa de descanso de las familias ricas trasmutó en epicentro mágico de artistas e intelectuales.

Coyacán es, además, el lugar donde nació, amó y murió la pintora Frida Kahlo, un laberinto de calles con aires coloniales donde abundan las librerías, galerías de arte, centros culturales, cafés, restaurantes con terrazas que huelen a tortillas y un zócalo donde la Catedral y el ayuntamiento dan cuenta del barroco mexicano. Grandes mansiones remiten a una fundación franciscana y en una sola calle, la Francisco Sosa, hay al menos 65 edificios que son patrimonio histórico.

Por sus calles empedradas, las caminatas se hacen una aventura a cada paso: aquí, las casonas pintadas de púrpura y amarillo vibrante; allí los jardines con verdes intensos y fuentes de agua. Museos, espectáculos de danza, foros de teatro independiente, el mercado y las tiendas que expresan el ser mexicano en cada detalle impregnan el aire de fiesta. Rico en eclecticismos, se vislumbra en una esquina el fantasma de León Trotsky y en otra, el del poeta Octavio Paz, ambos vecinos ilustres del barrio.

Desde un bar, suena la música del mariachi Vargas. Más adelante –ya cerca del centro– la voz de la gran Chavela Vargas sale de una radio que un viejo sentado en la vereda sostiene contra la oreja. No sólo emociona por su profundo canto. Ella fue testigo de los tiempos en que la Casa Azul, donde vivía el tempestuoso matrimonio de Frida Kahlo y el muralista Diego Rivera, era centro de tertulias ilustradas.

En el refugio de Frida

En la esquina de Londres y Allende está la vivienda –hoy museo– que compartieron estos dos grandes artistas mexicanos. Tras las paredes azul cobalto, con aberturas verdes y ventanas anaranjadas, ellos construyeron su mundo público y privado. Porque su intimidad era, si se quiere, frágil: siempre estaban rodeados de huéspedes o con reuniones a las que concurrían magnates como Nelson Rockefeller, músicos de la talla de George Gershwin, actrices mexicanas como María Félix y Dolores Vidal, así como Chavela Vargas, en el último tiempo.

Aquella época gloriosa acabó con la muerte de Frida, a los 47 años en 1954. Sin embargo, la impronta de la turbulenta y apasionada vida conyugal, así como las costumbres de la sociedad de entonces, están en toda la casa. En el centro está el jardín, repleto de estatuillas con ídolos precolombinos y una exuberante vegetación. El salón y la cocina están decorados con un purísimo estilo mexicano. El dormitorio está junto a la cocina y en un perchero cuelga la ropa de trabajo del gran muralista. Sobre la cama, hay un almohadón bordado por Frida donde reza: “No me olvides, amor mío”. A un costado, el caballete que le regaló Rockefeller y, por todos lados, gran profusión de espejos a los que acudía para pintar sus autorretratos. Su sillón de ruedas está en el estudio, que da al jardín. Cuadros suyos y de Rivera se exhiben junto a películas que proyectan algunos pasajes de su vida, marcada por el compromiso político.

Al menos otras dos casas despiertan gran curiosidad: la de la Malinche y la de Hernán Cortés. La primera está justo enfrente del Jardín de la Conchita, y fue erigida en el siglo XVI. Tiene muros rojos y gruesos, y grandes ventanales con barrotes de hierro. Le dicen “La Colorada”. Se cree que allí vivieron durante un año, hacia 1521 o 1522, Hernán Cortés y su compañera tabasqueña. Actualmente está habitada por los pintores mexicanos Rina Lazo y Arturo García Bustos que abren las puertas al visitante. Está entre las calles Vallarta e Higuera.

La casa de Cortés es la Casa Municipal ubicada en el zócalo, con reformas realizadas en el siglo XVIII. Museos interesantes resultan el de Anahuacalli, ideado por Pedro Rivera, que recrea el mundo prehispánico y el Nacional de Culturas Populares.

El barrio de la cultura

¿Pero cuál es el punto ideal para iniciar el descubrimiento de Coyoacán? Sin duda, la plaza principal llamada Jardín Hidalgo, con su glorieta de cúpula vidriada y, sobre un costado, la parroquia de San Juan Bautista y sus siete capillas. Este es el epicentro de la vida social del barrio. Cerca están las ferias de artesanías y los espacios verdes como el Parque de los Viveros, con su bosque de acacias, el parque Xicotencati, próximo al museo de las Intervenciones y al Centro Nacional de las Artes. También aquí está el Campus de la Ciudad Universitaria –la UNAM, la mayor de América Latina– en la zona Los Pedregales, con un Centro Cultural muy activo.

Con las primeras sombras se encienden las luces de las cantinas, como La Guadalupana, que está en la esquina de Higuera y Caballocalco. Los grupos se van reuniendo y entran a beber cervezas con botanas, nombre que se les da a los platillos que componen una picada a la mexicana. No faltan los taquitos y las enchiladas, los nachos y el guacamole.Pura algarabía, especialmente de viernes a domingo, con peñas donde canta el que quiere y hay músicos que tocan, por ejemplo, “Adiós, muchachos” haciendo caso omiso al 2x4 y convirtiendo el tango en un lamento digno de Cuco Sánchez.

Por las tardes, un buen programa es visitar la Cineteca Nacional con filmes mexicanos de antología. Otro es revisar la cartelera del Centro Nacional de las Artes (CNA) donde dan espectáculos de buen nivel. Puede ocurrir que entre el público veamos a la escritora Ángeles Mastretta o, tal vez, a otra pluma consagrada como Laura Esquivel.

Cuando es época de la Feria del Libro, aunque se monta en el zócalo del DF, Coyoacán se contagia: sus librerías y puestos callejeros de libros y revistas usados, sacan “tesoros” de las estanterías. Para comprar recuerdos está la feria de artesanías, por la calle Aguayo hacia el sur. Allí hay de todo: pintorescos árboles de la vida inspirados en el Génesis, que aunque son originarios de Metepec, a 50 km, son piezas tan típicas como únicas. Otra opción son los amates, tapices coloridos o dorados pintados sobre la parte interna de la corteza de los árboles. Los hay muy delgados, como el papel, y son ornamentos que usaban los aztecas.

Después de un fin de semana coyoacanense, el cuerpo pide una tregua. Debería haber, en alguna parte, un cartel que advirtiera: “Coyoacán, un lugar intenso. Como el buen tequila, bébase con moderación”.

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