En uno de mis derroteros por el Sur Argentino, visité Puerto Madryn y conocí las ballenas francas. La mejor época del año para realizar este tipo de viajes al sur va desde Octubre a Febrero pues el clima es menos hostil y ya comienzan a llegar estos maravillosos cetáceos para ser consentidos durante toda la temporada.
El lugar es pintoresco y toda la costanera está muy cuidada y se utiliza como mirador hacia el mar. Me alojé en el Club de ACA (Automóvil Club Argentino), un establecimiento algo retirado del centro, unos 2 kilómetros aproximadamente sobre la costa, pero ubicado en la parte superior de una elevación por lo que la vista al mar desde allí era excelente. En aquel lugar uno podía elegir entre acampar o rentar una habitación, con un costo realmente bajo (30 dólares la habitación y 3 dólares el espacio para acampar por día).
En mi caso renté una habitación y me dispuse a revisar unos mapas con propuestas para los turistas que me habían entregado. Lo primero que visité (pues quedaba muy cerca del hotel) fue el Museo Naval, donde pude apreciar un esqueleto completo de una ballena.
Ya por la noche caminé unos 100 metros y llegué hasta un mirador ubicado a la vera de la carretera y me emocioné con una vista de postal: la luna llena reflejada en el mar iluminaba el horizonte mientras las ballenas, a lo lejos chapoteaban como sabiendo que eran observadas y felices de formar parte de ese paisaje.
Al día siguiente, bien temprano, desayuné en la cafetería del hotel y me marché a pasear por el puerto cuando de repente, al lado de uno de los barcos que había allí amarrados, surgió una figura gigantesca, de unos 12 metros de largo. Era una ballena. Serenamente la ballena se quedó allí jugueteando con los visitantes que la fotografiaban durante una hora. Sacaba y nos mostraba su inmensa aleta caudal, se sumergía y volvía a emerger. Luego de este primer acercamiento supe con certeza que zarparía en el primer bote que fuera mar adentro donde las ballenas uno puede tocarlas si lo desea.
Aproximadamente a las 10 de la mañana, a bordo del pequeño barco “el Ángel” partimos a encontrarnos con las ballenas. Y no tuvimos que andar demasiado, pues unos momentos después de la partida, ya estábamos rodeados de estas inmensas criaturas las cuales acariciábamos por momentos. Luego visitamos las pingüineras y las loberías, que también son fantásticas aunque en mi caso, el asombro fue menor que al ver por primera vez una ballena.
En ese viaje adquirí una perspectiva imponente de lo pequeños que somos y de la inmensidad y variedad del mundo con el que coexistimos.
El lugar es pintoresco y toda la costanera está muy cuidada y se utiliza como mirador hacia el mar. Me alojé en el Club de ACA (Automóvil Club Argentino), un establecimiento algo retirado del centro, unos 2 kilómetros aproximadamente sobre la costa, pero ubicado en la parte superior de una elevación por lo que la vista al mar desde allí era excelente. En aquel lugar uno podía elegir entre acampar o rentar una habitación, con un costo realmente bajo (30 dólares la habitación y 3 dólares el espacio para acampar por día).
En mi caso renté una habitación y me dispuse a revisar unos mapas con propuestas para los turistas que me habían entregado. Lo primero que visité (pues quedaba muy cerca del hotel) fue el Museo Naval, donde pude apreciar un esqueleto completo de una ballena.
Ya por la noche caminé unos 100 metros y llegué hasta un mirador ubicado a la vera de la carretera y me emocioné con una vista de postal: la luna llena reflejada en el mar iluminaba el horizonte mientras las ballenas, a lo lejos chapoteaban como sabiendo que eran observadas y felices de formar parte de ese paisaje.
Al día siguiente, bien temprano, desayuné en la cafetería del hotel y me marché a pasear por el puerto cuando de repente, al lado de uno de los barcos que había allí amarrados, surgió una figura gigantesca, de unos 12 metros de largo. Era una ballena. Serenamente la ballena se quedó allí jugueteando con los visitantes que la fotografiaban durante una hora. Sacaba y nos mostraba su inmensa aleta caudal, se sumergía y volvía a emerger. Luego de este primer acercamiento supe con certeza que zarparía en el primer bote que fuera mar adentro donde las ballenas uno puede tocarlas si lo desea.
Aproximadamente a las 10 de la mañana, a bordo del pequeño barco “el Ángel” partimos a encontrarnos con las ballenas. Y no tuvimos que andar demasiado, pues unos momentos después de la partida, ya estábamos rodeados de estas inmensas criaturas las cuales acariciábamos por momentos. Luego visitamos las pingüineras y las loberías, que también son fantásticas aunque en mi caso, el asombro fue menor que al ver por primera vez una ballena.
En ese viaje adquirí una perspectiva imponente de lo pequeños que somos y de la inmensidad y variedad del mundo con el que coexistimos.