El Penal de Ushuaia se levantó en 1904, con el fin de llevar lo más lejos posible a todo aquello que la sociedad no quiere cerca, a lo que más teme, a lo que se quiere invisibilizar. El duro clima de la zona, y lo remota de su ubicación reforzaban no sólo la seguridad de la cárcel, sino que era una forma de acentuar el castigo de los presos. Llegó a tener cinco pabellones principales, con 540 detenidos y 250 guardias. Los reclusos recibían educación primaria, de no poseerla, y realizaban distintas tareas laborales en sus talleres.
Constituyó uno de los principales impulsos de la actividad económica de la ciudad, además de proporcionarle el tren, que trasladaba a los reclusos. Sin embargo, hacia 1947 – y por una cuestión de humanidad – se decidió clausurar como prisión, y hacia la década del ’80 se convirtió en museo, como lo es hoy en día. El frío y la humedad implacables hacían un caldo de cultivo ideal para la rápida propagación de toda clase de enfermedades, además de los tratos crueles a los que muchas veces se sometía a los privados de su libertad, teniendo en cuenta el poco control que allí podía haber. Es un lugar que exuda dolor y sufrimiento.
Al ser un penal de máxima seguridad, fueron a parar allí criminales muy peligrosos como el Petiso Orejudo, un asesino en serie brutal, Mateo Banks, que mató a toda su familia para quedarse con una acaudalada herencia. Hubo también célebres presos por causas políticas, como el anarquista Simón Radowitzky.
Un sitio lúgubre, pero más que interesante, y que – por otra parte – nos hace reflexionar si después de tantos milenios de la humanidad en este mundo, el castigo severo y la revancha son eficaces a la hora de reparar males cometidos.
Via turismito