
Alcántara mantiene inalteradas las fuertes huellas de Portugal en tiempos de la colonia y el aporte africano.
Hacia algún lugar inquietante deben conducir las callejuelas de Alcántara, una mixtura de cultura y tradiciones de Africa y Portugal en Brasil.
Se trasunta en todo forastero que pone pie en el muelle de la bahía San Marcos y sube con ansiedad los pasillos empedrados. Los esporádicos murmullos corren por cuenta de los turistas, amontonados de a veinte en las cajas de camionetas gastadas, mientras -a los saltos- los vehículos rozan a taciturnos vecinos que caminan y moto-taxis. A los costados, una multicolor secuencia de imágenes conserva la atmósfera inalterada de la colonia portuguesa. Los rasgos africanos asoman desde las ventanas, adosados de una sonrisa y una mano dispuesta al saludo.

Tras el último desembarco, en esta orilla opuesta a San Luis (capital del estado de Maranhao), retoman su rutina los pescadores de róbalo, burijaba y pescada amarilla bamboleando sobre botes de madera, los guarás que despegan y aterrizan como flechas rojas en el ovillo de manglar y los clientes de precarias cantinas, animados por tragos de cachaça y reggae a todo volumen.
La historia fuerte del Imperio, la esclavitud y el Brasil que zafó de esas ataduras en el siglo XIX dejó marcas indelebles en Alcántara. Se dejan ver mejor en mayo y agosto, cuando el pueblo entero es pura efervescencia por las fiestas del Divino Espíritu Santo y de San Benedicto. Trece casas con banderas en el frente indican los lugares escogidos para la Fiesta del Divino, 50 días después de Semana Santa. Allí, la generosidad vecinal fue una garantía para la euforia generalizada. Gracias a donaciones de maíz, arroz, mandioca, dulces, licores y frutas, las familias propietarias dedicaron todo el año para preparar su rol de anfitrionas y cumplieron con una tradición sagrada: residentes y visitantes son invitados a comer y beber gratis en las viviendas "fiesteras" a lo largo de 12 días.

En la plaza principal
Pasiones y rituales ancestrales se encienden puertas adentro y en los callejones. La plaza principal no es más que el terreno baldío donde las ruinas de la iglesia San Matías (la fachada de ladrillos y el campanario, del siglo XVII) proveen algo de sombra a los niños que remontan barriletes.
La Plaza de la Matriz, enmarcada por construcciones de dos plantas, buhardilla y tejado, es el atajo para cortar camino hacia la calle De la Bella Vista, que los descendientes de esclavos rebautizaron De la Amargura. En este lugar de paso, la curiosidad se transforma en conmoción ante una columna de piedra blanca, el pelourinho donde los trabajadores del algodón y la caña de azucar eran forzados a aceptar la explotación a puro azote.
El océano Atlántico recubre con un manto turquesa los restos de las mansiones de los terratenientes. Ya no se ven las carabelas que llevaban a estudiar en Europa a sus hijos, acosados por los barcos del pirata Francis Drake. En su mayor parte, los dueños de las tierras productivas -golpeados por la decadencia económica hace más de un siglo- optaron por radicarse en San Luis y ahora son los propios afrobrasileños los que se hacen tiempo para rezar en la Iglesia del Carmo (de 1665) y los Passos de Cuaresma, oratorios de paredes blancas y tejas rojas que conforman el Vía Crucis.

Los guías Danilo y Juan Pitacco apuntan la recorrida hacia el Museo Histórico, una silenciosa extensión de lo que muestran las calles y expresa la gente con amabilidad y un dejo de timidez. Documentos y reliquias delatan que fueron los franceses quienes se adelantaron en 1612 para alterar la vida de los indios tapuias y tupinambá en la primitiva aldea Upa Guazú, hasta que tres años después fueron echados por conquistadores portugueses.
Ya no hay tensiones a la vista, mucho menos en la Casa de las Artes o Posada da Zinha. El almuerzo se huele y el encantador jardín con maceteros desbordados de flores, helechos, palmeras y bananos parece un buen presagio antes de volver a la lancha y despedirme de un tiempo lejano.